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sillón de orejas
Columna
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El ajuste final de cuentas

Raymond Carver es un escritor al que el cruel viento de las modas ha relegado al purgatorio demasiado tiempo.

Manuel Rodríguez Rivero
Un fotograma de 'Días sin huella' (1945), de Billy Wilder.
Un fotograma de 'Días sin huella' (1945), de Billy Wilder.

1. Armagedón

Uno de los volúmenes más preciados de mi biblioteca es la edición de Poemes civils, de Joan Brossa, publicada en 1961 por la editorial RM. Lo adquirí hacia 1964 en la librería Áncora y Delfín de Barcelona, entonces la ciudad más progresista de España (daba gusto llegar a ella viniendo del poblachón manchego que tardaría aún una década en empezar a quitarse el casposo pelo de la dehesa franquista). Entonces no conocía al autor, y el libro carecía de más paratextos que el exiguo que proporcionaba un colofón en el que se afirmaba que había sido impreso en SADAG, una compañía en la que, según descubrí años más tarde, había trabajado el maestro tipógrafo Joan Trochut (1920-1980). Lo compré por el impacto que me causó la lectura apresurada de un poema sin título que no me resisto a traducir: “O se dice / no se producirá una guerra total / pero siempre habrá guerras. // O se dice finalmente: / se abolirán todas las guerras”. Años más tarde, cuando yo ya estaba en la universidad, el “camarada Posadas” (su verdadero nombre era mucho mejor que el “de guerra”: Homero Rómulo Cristali Frasnelli), líder argentino de la sección más enloquecida y sectaria —y créanme que eso es decir muy poco— de una de las tendencias en que se fracturó la IV Internacional, lanzó una campaña de aliento al proletariado mundial que sonaba como un eco monstruoso del poema pacifista de Brossa: convencido de la ineluctabilidad de la guerra nuclear (el “ajuste final de cuentas”, lo llamaba con indisimulado entusiasmo) entre el capitalismo y los “Estados obreros” (aunque degenerados por la burocracia estalinista), el milenarista Posadas venía a decir que sobre las ruinas —literalmente hablando— del Armagedón se alzaría el mundo nuevo, el último y definitivo, en el que ya no cabría pobreza, engaño, tristeza o dolor. (Posadas creía también, por cierto, en que más pronto que tarde acabarían visitándonos seres extraterrestres que nos aportarían valiosos descubrimientos de su más avanzada práctica del socialismo, lo que aceleraría nuestro radiante camino hacia el comunismo; de ese modo se pasaría del siempre problemático internacionalismo proletario al más eficaz internacionalismo interplanetario; o, si se prefiere, del insuficiente socialismo en un solo país al pleno socialismo intergaláctico). Les ruego disculpen el excurso, pero estos días he pensado con cierta melancolía —que, como afirmaba Diderot, puede ser un efecto secundario de la posesión demoniaca— en esa guerra final que, más para mal que para bien, pudiera acabar con todas las guerras, a propósito de algo tan poco adecuado al pesimismo como debiera ser un libro infantil. O para ser más exactos: un precioso (y a la vez devastador, permítanme el atrevimiento de recomendárselo) libro sin palabras cuyas imágenes dicen más sobre la crueldad y absurdo de la guerra que muchos textos pacifistas. Y lo hace sin concesiones a la ñoñería o al buenismo, y sólo con imágenes. El libro se llama, simplemente,¿Por qué?, su autor es el ruso Nikolai Popov (1938), está pensado para niños y niñas a partir de cuatro años y lo ha publicado Kalandraka. Si les parece muy duro para sus tiernos infantes (y quizá futuros soldados de algunas de nuestras guerras imperiales), siempre pueden consolarse con las pedorrísimas fotografías de bebitos-capullos de Anne Geddes (¡puaj!) o con una versión expurgada de la Cenicienta (en la que nadie corte los pies a las gilipollas de las hermanastras para que les quepan los quesos en el puto zapatito de cristal).

2. Repaso

Esta semana mis insomnios (culpa de Puigdemont, que consigue introducirse en mi debilitada psique como el payaso loco de It, de Stephen King), me proporcionaron un tiempo extra que no rellenaban los fascinantes anuncios de abdominales que suelen programar las televisiones a las cuatro de la madrugada. De modo que he aprovechado —además de para leer la muy notable, aunque a menudo devastadora, Ordesa (Alfaguara), la memoir familiar y personal de Manuel Vilas que merece un lugar destacado en ese género híbrido autofictivo y confesional que parece haber relegado la imaginación novelesca a segundo término—, he aprovechado, digo, para releer Las afueras (nueva edición en Anagrama), de Luis Goytisolo, la primera novela “moderna” que encontré en la biblioteca de mis padres en mi lejana juventud, y con la que descubrí que en aquellas estanterías convencionales y previsibles había literatura más allá de Vicki Baum, Lajos Zilahy, Tomás Salvador, Gironella y toda la adorable antigüedad literaria tan cara a la burguesía lectora de los años cincuenta y sesenta. Releída ahora, la sorprendente primera novela de Goytisolo sigue mostrando un nervio creativo y un alcance moral que van mucho más allá de la consabida adscripción al socialrealismo barraliano de la época. Un feliz redescubrimiento.

3. Borrachera

Estuve viendo en la tele Días de vino y rosas (1962), de Blake Edwards, que junto con Días sin huella (1945), de Billy Wilder, figura en mi palmarés de mejores películas sobre borrachuzos. Por algún psicoanalizable motivo, ambas cintas —radicalmente antialcohólicas— siempre me han incitado a beber. Pero a las cuatro de la madrugada no me pareció muy apropiado. Además, me acordé repentinamente de uno de los cuentos de borrachos más tristes que conozco, de modo que lo busqué en mi biblioteca y me puse a releerlo en mi sillón de orejas. Se trata del relato que da título a De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver, un escritor al que el cruel viento de las modas ha relegado al purgatorio demasiado tiempo. Argumento: en un interior carveriano, dos parejas hablan sobre el amor mientras se emborrachan de ginebra. Lo que se cuentan y cómo lo hacen, cada vez con más incoherencias, refleja el progreso de la melopea, mientras la luz de la tarde se difumina y la melancolía se adueña de la escena. Una pequeña obra maestra.

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