Entre Freud y Benítez
Bertín Osborne reúne a Manuel Díaz y Julio Benítez, hijos a su manera de El Cordobés
Los años y los achaques han aportado a Bertín Osborne un aspecto borbónico, aunque, más que borbonear, Bertín Osborne bertinea, exagera su acento, su campechanía y sus andares. Y se concede sentencias que ahuecan la propia incredulidad: “¿Hay algo más normal que una familia?”
Se lo preguntaba el anfitrión de Mi casa es la tuya este lunes en Telecinco a Manuel Díaz, El Cordobés, cuya familia ha empezado acaso a normalizarse porque los tribunales lo han ungido como hijo de Benítez y porque el propio Benítez ha admitido públicamente el descuido de su linaje, aunque no hasta el extremo de encontrarse con él ni de concederle un abrazo.
Todavía lo cree posible Manuel Díaz. Y lo cree posible su “nuevo hermano”, pues ocurre que Julio Benítez, el hijo pequeño del Califa cordobés, ha identificado fraternalmente al nuevo miembro del clan. No le ofrecían dudas la sonrisa ni la melena, pero Julio reconoció al espejo de su padre en los andares y las manos. Al verlas y al estrecharlas, como una sacudida de la biología.
Parece más hijo de El Cordobés el heterodoxo que el ortodoxo. Extrovertido uno, tímido el otro. Carismático Díaz, reservado Julio. Supimos que temen a la soledad y a las ratas. Que se vieron reflejados el uno en el otro la primera vez. Y se desprende del ritual freudiano que El Cordobés los ha trastornado a los dos. Por defecto y por exceso. Cara y cruz de una estirpe que los ha reconciliado en una extraña solidaridad. Damnificados a su manera en la sobreexposición a un mito.
Trascendieron estas cosas y otras en un palacete de Palma del Río. Que fue donde nació Manuel Benítez. Y donde Bertín ofreció un sofá de psicoanalista a las controversias freudianas de sus invitados. Se diría que Manuel ha estado demasiado lejos de su padre. Y que Julio ha estado demasiado cerca. Ya se habían reunido los dos hermanos en privado. Y habían toreado juntos en público (Morón de La Frontera, marzo de 2017), pero el pacto mediático “chez” Bertín los exponía al requisito sensacionalista de la confesión: “Me hice torero por venganza”.
El titular lo concedió Manuel Díaz para aludir a la frustración que suponía no haber sido legitimado. Y no haber tenido padre de niño. Y haber entendido que a su madre había que despecharla. Con el nombre, el oficio y el desparpajo clónicos del torero beatle.
“Quería en el fondo que estuviera orgulloso de mí. Era la manera de hacerme notar. De llamar su atención”, le reconocía Díaz a Bertín en un pasaje meloso de la entrevista. Sabe comunicarse El Cordobés. Domina el plató de tanto haberlo frecuentado. E impresiona observarlo en plan cobaya porque su edad, 50 años, no ha desdibujado su aspecto adolescente ni su capacidad adaptativa: “Uno se pone a buscar a su padre y termina encontrándose a un hermano”.
Y el hermano es Julio. El hijo “auténtico” de El Cordobés. Y el más propicio del clan a romper con el tabú familiar. Pues no se hablaba de Díaz en casa ni se transigía con la impertinencia de la réplica itinerante hasta que el hijo bastardo exigió una prueba de paternidad. Se certificaba la estirpe con una precisión del 99,9%. Le temblaron las piernas al saberlo. Y se lo tuvo que contar al primer ser vivo que encontró delante: una vaca de su propia ganadería.
Sabe manejarse Bertín Osborne en esta clase de psicodramas. Expone su paternalismo y su calidez, no digamos cuando los pucheros empiezan a hervir, y la cocina y el vino desencorsetan a sus invitados. Lo demuestra el trance en que Manuel llamó a Benítez "papá" en presencia de su hermano. Papá, decía. Por primera vez, a los 50 años. Y como si la expresión estimulara la expectativa de un encuentro entre los tres. Sin otros testigos que ellos mismos. Y toreando.
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