Dureza y sensibilidad (sureña)
Dirty Works publica Casa de oración nº2, las memorias de Mark Richard, indispensable contribución al canon de la literatura sureña norteamericana. Tullidos, abortos, peleas, barcos pesqueros, hígados de pollo e historia confederada.
Decir “literatura sureña norteamericana” es parecido a decir “música del País Vasco”, agrupando al tuntún tradiciones dispares, incluso opuestas. Del mismo modo que no metemos en el mismo cajón a Mocedades y Eskorbuto, conviene diferenciar las literaturas del sur. Como Harry Crews le dijo a su mentor Andrew Lytle, “somos del sur, pero no del mismo sur”.
Mark Richard es un escritor del sur, sí, pero del sur pies-descalzos, patata-cruda-para-cuatro, fusil y camioneta, cosecha arruinada, peto tejano y dentadura podrida. Si le quieren buscar familia, Richard estaría a gusto con Mary Karr, Larry Brown o Harry Crews. Grit lit, si quieren. Su vida es tan convulsa que uno tendría que ser un completo cenutrio para no plasmarla de modo fascinante. Dicho esto, la biografía nunca lo es todo. Uno puede tener los mejores ingredientes y joder la escudella, como sabe cualquier catalán. Hace falta ese elemento extra, tan elusivo como crucial: talento.
Richard de eso tiene mucho. Y sin embargo no utiliza la destreza narrativa para desaparecer de las páginas de Casa de oración nº2. Todo lo contrario. Richards utiliza un estilo del que, como una ventosidad en un ascensor, no puedes escapar. Su voz está en cada frase. Es un contrato: lo suscribes o no. Como sucede con David Gates o Barry Hannah, la voz puede llevarte al huerto o escupirte de su boca. La novela empieza en tercera persona (el “niño especial”) y cambia a segunda: te conmina a identificarte con un implacable “tú”: “imagina que eres el niño especial”.
Imaginarlo es una putada. Porque al “niño especial” le suceden una grotesca y dañina serie de perrerías, muchas de ellas causadas por los padres. Pero Richard no es el Philip Larkin del “they fuck you up, your mum and dad”. Su mirada está llena de comprensión y compasión. Sabe que “no era fácil ser tu padre. Un perfeccionista con un hijo imperfecto, un hijo que lo evitaba (…) que de pequeño era un palo, siempre agarrado a unas muletas, asustado del hielo y las baldosas mojadas”. Nació con una deformidad en la cadera, y su infancia fue un terrible periplo por salas de espera junto a “niños con cojera que lloran y desprenden un olor a lugares donde el agua se saca de pozos y las necesidades se hacen en agujeros cavados en cobertizos”. El padre estaba siempre cabreado y/o borracho; la madre perdió demasiados hijos para siquiera darles nombre. El autor describe a ambos progenitores con una piedad nada condescendiente. Su mirada es cruda, no cruel. Cómo desgrana la “gramática de la miseria”, como cantaban aquellos, es uno de los puntos álgidos del libro.
El resto de la novela - juventud y madurez- no desmerece. Espero que conserven intacta su capacidad de embeleso, porque al protagonista le pasa de todo, a menudo más extraño que la ficción. ¿La pitón que se intenta comer a un niño? ¿Tres años de faenador en barcos pesqueros? ¿Las “señales” que no deja de enviarle el Altísimo? (en el sur tienen mejor cobertura que aquí, supongo) ¿Un feto en una botella de sidra? ¿Una pelea en el barro con su padre? Al lado de Mark Richard, Hemingway llevaba tutú y James Dickey fue diseñador de bisutería.
Pero no sufran: Richard no es un macho al estilo Mark Wahlberg. Su escritura contiene la mezcla ideal de sensibilidad y dureza. Por todo ello podemos colocar a Casa de oración nº2 junto a las mejores memorias -Vida de este chico (Tobias Wolff), Una infancia (Harry Crews), El club de los mentirosos (Mary Karr)- y ver como sale airosa. Triunfante, incluso.
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Autor: Mark Richard,
Editorial: Dirty Works ( 2017).
Formato: tapa blanda (200 páginas).
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