Cuando Wagner separó y unió a Madrid y Barcelona
Las rivalidades del Real y el Liceu cedieron para hacer frente al belcantismo italiano
Con tanto empeño como en el "procés", Madrid y Barcelona se disputaron el templo genuino de la fe wagneriana a finales del siglo XIX, pero, a diferencia del "procés", caminaron juntas desde las plataformas que sumaron sus respectivas asociaciones, conscientes de que el hábitat hostil del belcantismo representaba un enemigo común al que había que combatir sin fracturas.
Juntas, por ejemplo, Madrid y Barcelona se propusieron la creación de una teatro a semejanza de Bayreuth en el territorio equidistante de Zaragoza. Y llegaron a localizar una colina en los aledaños del Monasterio de Piedra, emulando así el promontorio del templo bávaro y fantaseando con un proyecto megalómano e irrealizable que se malogró por el escepticismo de las administraciones y por las precauciones que adoptó el rey Alfonso XIII cuando los wagnerianos acudieron a seducirlo con sus planos y sus planes.
Estaba el wagnerismo en una ficticia plenitud. Y el hito de Parsifal , estrenado con picaresca cuando caducaba la prohibición, no hizo otra cosa que incentivarlo, partiendo de una producción escénica concebida en el Real -la firmó Luis París- que reunía todas las posibilidades tecnológicas de la época y que sincronizaba sus movimientos gracias a la velocidad de las órdenes telefónicas. Amalio Hernández, el escenógrafo, había creado el “panorama en marcha”, sobrenombre concluyente de un decorado en movimiento que lograba expandirse 110 metros en tres planos distintos.
Contribuía a la ceremonia la clarividencia de José Lassalle en el foso. Y se verificaban todas aquellas novedades revolucionarias que los wagnerianos habían reivindicado en la transformación del acontecimiento operístico. La escena, el foso, los cantantes, los recursos audiovisuales, la coreografía..., parecían simbolizar una victoria sobre el italianismo.
Y sin embargo... sin embargo, la cima de Parsifal (1914) supuso al mismo tiempo el origen de una velocísima decadencia, acaso simbolizada por los esfuerzos inútiles con que quiso sufragarse y erigirse una escultura del maestro Wagner en el Parque del Oeste de la capital española.
No prosperó más allá de la elaboración de una cabeza de escayola. Y no lo hizo porque había estallado en Europa la I Guerra Mundial, de tal forma que la brutalidad del conflicto y las posiciones extremas de los frentes repercutieron en la credibilidad de la cultura alemana.
No era ya una cuestión wagneriana, sino una actitud de propaganda y de aversión generales al pangermanismo. Hasta la Asociación madrileña hubo de disolverse. Prosperó de nuevo el culto a la ópera “tricolore”. Y llegó a producirse una presión desmedida de la editorial Ricordi, cuyos ejecutivos amenazaron en 1919 con negarle al Real los derechos de las óperas italianas -Verdi, Puccini, todos los maestros veristas...- si llegaban a escenificarse en Madrid las óperas de Wagner o de cualquier otro compositor alemán, incluidos Beethoven y Weber.
Ni siquiera la reputación wagneriana de Francisco Viñas remedio la persecución al wagnerismo, aunque antes de desatarse fue el tenor el mejor puente de las aficiones de Madrid y Barcelona, ponderándose la sobriedad y la credibilidad, pero también ese "relieve sobrenatural" que Viñas adquiría cuando el hálito wagneriano exigía al cantante una suerte de proyección metafísica. El maestro catalán la proporcionaba. Y lo hacía desde presupuestos bastante insólitos, pues su definición de voz lírica modulaba a la categoría de "heldentenor" (tenor heroico) con una asombrosa naturalidad.
Provenía el prodigio de cuanto se entiende en términos técnicos por una "voz integral". Quiere decirse que no había zonas de paso entre el registro grave, medio y agudo. Y que Viñas no necesitaba esforzarse en las transiciones. Porque transiciones no había. Podía sombrear o iluminar las notas a semejanza de una lámpara graduable. Y sabía otorgar al "ejercicio" una tensión dinámica todavía reconocible en las grabaciones que le han sobrevivido.
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