¿Os acordáis de Picasso?
El Thyssen junta obras del artista malagueño y Lautrec para mostrar la relación entre estos dos maestros de la modernidad
Antes de que el arte fuera lo que —institucional, oficialmente— es hoy: un medio dizque de acción política (de las que por lo demás no suelen lograr representación parlamentaria) o una ocurrencia que insiste, aunque ya como un banalizado intercambio comercial de contraseñas, en la insoluble aporía duchampiana de ser arte y antiarte a la vez, museo y realidad; antes, quiero decir durante el siglo XX, el paradigma artístico fue Picasso. El título de Cabanne —Le siècle de Picasso— era por eso exacto. Y la colección del MOMA hasta no hace tanto tuvo a Picasso por eje explicativo.
Durante la vigencia de ese modelo, un arte, pues, que había abandonado la mayúscula romántica pero no había caído todavía en la mayúscula contemporánea, retenía aún de las artes particulares sus propios protocolos, en cuyo ejercicio se comprobaba la efectividad de cada una como mediación con el mundo, con la realidad. El amor —carnal hasta el éxtasis— que mostró siempre Picasso, en concreto, por la pintura, fue incontestable, tanto como lo ajeno que le podía resultar un arte de nuevo mayúsculo, expandido, o sea, desprotocolizado. Quedó de manifiesto cuando por los años sesenta los llamados precisamente nouveaux réalistes y el pop se propusieron derogar al fin esa naturaleza mediadora o gramatical de las artes y disolverla o expandirla en la realidad (poco más o menos como ha ocurrido ahora con la ley en Cataluña).
Pero Picasso siguió pintando, obediente a la ley de la pintura, aunque aparte ya de la legalidad institucional. Y uno de los protocolos gramaticales propios de la pintura que ejerció con más ahínco fue el de la representación gráfica, lo que genéricamente diríamos el dibujo. De Picasso se dijo siempre: “Gran dibujante”. De ahí la pertinencia, además de la excelencia, de la exposición del Thyssen Picasso/Lautrec, que, comisariada por Francisco Calvo Serraller y Paloma Alarcó y con obras de más de 60 colecciones de todo el mundo, pone en relación a Picasso con Toulouse-Lautrec, precisamente. Porque la apropiación que de las maneras de Lautrec —dechado de dibujantes, cartelistas y caricaturistas modernos— hizo Picasso apunta justamente a ese corazón gráfico de su arte y a la importancia de la caricatura, que Baudelaire había ascendido a la consideración artística y publicaciones como Gil Blas o Le Chat Noir habían hecho extraordinariamente popular, en la práctica picassiana, o sea, en la de su amado arte de la pintura como instancia de mediación con el mundo. Y esto no sólo durante aquellos primeros tiempos parisienses, los de los rostros de burdel iluminados con luz de inframundo, o durante los periodos azul o rosa, sino —como la exposición da a ver y es uno de sus grandes méritos— siempre, hasta el fin de la vida del pintor, del pintor último que, así pues, estaba Picasso llamado a ser, por lo menos oficial, institucionalmente.
Lo vio muy bien, quizá el primero, Gustave Coquiot —aquí tenemos su mefistofélico retrato—, quien organizó en 1901 la célebre exposición chez Vollard, cuando habló de un periodo Steinlen (otro célebre caricaturista de Montmartre) y de periodo Lautrec. Picasso conocía a Lautrec de los tiempos de Els Quatre Gats, por Rusiñol y Casas. A los vagabundos, las putas, las bebedoras de ajenjo, los saltimbanquis —los saltimbanquis a quienes dedicó Rilke, a la vista del famoso cuadro de 1905, su quinta elegía— los vio Picasso en Lautrec tras haberlos previsto en Barcelona y acaso en los días madrileños de la revista noventayochista Arte Joven.
Lo caricaturesco y deforme era la representación convenida para lo particular, diferenciador y exagerado de las criaturas vivas, tan lejanas de las abstractas bellezas ideales. Por eso la caricatura y el cartel abocaban a una representación subversiva, transvaloradora. Y por eso no es extraño que el gran experto Werner Hofmann, al final de su libro La caricatura. De Leonardo a Picasso, quisiera reconocer en la Mujer llorando con pañuelo, de Picasso, a “la nueva Medusa de nuestra época”. Pero también concluía Hofmann: “Una época en la que absolutamente todo cabe en un museo anula la protesta artística, no prohibiéndola, sino momificándola”. Y esa es la aporía del vigente orden político del arte o de su orden Duchamp, que nada quiere saber, claro está, de Picasso.
‘Picasso/Lautrec’. Museo Thyssen-Bornemisza. Hasta el 21 de enero de 2018.
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