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Dios entre los maizales

Elizabeth Strout retrata magistralmente en 'Todo es posible' el pueblo que le sirvió de fondo en 'Me llamo Lucy Barton'

Una iglesia solitaria, junto a un campo de maíz.
Una iglesia solitaria, junto a un campo de maíz. getty

Elizabeth Strout, que ganó el Pulitzer con Olive Kitteridge, contribuye a la lista de autores que prueban que la grandeza narrativa no acostumbra a residir en gimnásticas exhibiciones verbales; prefiere valerse de las virtudes del matiz y la contención que permite la tan aplaudida por Alice Munro intensidad que caracteriza la prosa de Strout. Su libro más célebre, Me llamo Lucy Barton, es un drama íntimo en un hospital de Manhattan con un pasado hiriente y el edificio Chrysler como única escenografía, un monólogo a dos voces, el triunfo de lograr que dolor reconfortante no sea un oxímoron y a la vez un juego de elusiones y alusiones, un magistral elogio del silencio como material narrativo y una lección acerca de cómo inventar diálogos. “Un escritor solo debería escribir lo que es cierto”, dice el personaje Barton en Todo es posible, y en Me llamo Lucy Barton Sarah Payne, la escritora famosa en la que se inspira la novel Burton, aconseja que “si hay algún punto débil en tu historia, plántale cara antes de que el lector se dé cuenta”. Strout lo suscribe: es la síntesis de su propia poética.

Todo es posible arma un volumen con breves relatos hilvanados, a la manera de Sherwood Anderson en Winesburg, Ohio y como la propia Strout hizo en Olive Kitteridge, protagonizados por vecinos de Amgash, el pueblo de la misérrima familia de Lucy Barton, el mismo que el personaje abandonó tras una lóbrega infancia para huir a Nueva York y convertirse en la autora de éxito de la novela Me llamo Lucy Barton. Todo es posible se refiere a ese libro como “autobiografía”. De modo que las historias aquí reunidas completan la biografía de Barton porque hurgan en su pasado y justifican su decisión de emanciparse de la sordidez y el hostigamiento. En Los hermanos Burgess (2013) Strout ya exploró una infancia infeliz y su huida abandonando el Medio Oeste para triunfar en la Gran Manzana. Jim Burgess es un precedente de Lucy Barton, que continúa su andadura literaria en Todo es posible exponiendo los avatares de un sentimiento trágico de la vida como voluntad y superación. El estilo austero y fragmentario de Strout, certero en su reflejo del lenguaje oral, conviene a las confidencias de sus personajes, envenenados por carencias afectivas y deficiencias morales, y da discreto acomodo a severas sentencias (“Una mujer que se queja es como meter tierra bajo las uñas de Dios”) y efectivas imágenes (“El pánico, como un pez que nada río arriba, culebreó en su interior”). La ausencia de hipotaxis es proporcional a la presencia de tensión en las breves frases que tejen el texto (a los 17 años, la autora ya había leído todo Heming­way). Ni siquiera la banalidad provinciana es intrascendente en Strout.

Flaco favor le hace a esta nueva novela quien la considere una secuela. No lo es. Me llamo Lucy Barton mostraba un detalle sobrecogedor del cuadro de la vida de Barton; Todo es posible nos permite ver el cuadro entero. La autora de Maine eligió pintar primero un retrato impactante para entregarnos después un paisaje que lo esclarece de la mano de los vecinos cuyas vidas explican la de Lucy encarnando un mundo rural emocionalmente inhóspito, marcado por escabrosos secretos que la vida cotidiana parece esconder en una América profunda que mitifica la ciudad y se vale de Internet a modo de periscopio bajo un sol que se asoma con recurrencia como el mensajero del Dios que muchos invocan. Vidas reales de ficción entre los maizales.

Todo es posible. Elizabeth Strout. Traducción de Rosa Pérez. Duomo, 2017. 286 páginas. 17,80 euros

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