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puro teatro
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Teatro para tiempos convulsos

Marilia Samper firma y dirige 'L’alegria' en Barcelona y Roger Gual adapta en Madrid 'Smoking Room'. Funciones que no hay que perderse

Marcos Ordóñez
Una escena de 'L'alegria', de Mariliia Samper.
Una escena de 'L'alegria', de Mariliia Samper.kiku piñol

En tiempos convulsos, el teatro sigue siendo una lección de esperanza y coraje, de equipo, de empeño colectivo. Hombres y mujeres hablando a hombres y mujeres, respirando y latiendo juntos en la oscuridad. El teatro une, ilumina, calienta y salva. Esta semana he tenido tres alegrías, tres enseñanzas, tres comuniones, una en Barcelona y dos en Madrid: L’alegria (Sala Beckett), Smoking Room (Pavón Kamikaze) y Billy Elliot (Alcalá).

L’alegria, escrita y dirigida por Marilia Samper, es una de las historias más hermosas que he visto últimamente. Júlia (Lluïsa Castell), su protagonista, es una heroína. Una mujer sola, que vive en un barrio pobre, tiene un trabajo duro y mal pagado, y lucha por sacar adelante a su hijo, Eli (Alejandro Bordanove), un tetrapléjico cerebral, varado en su silla de ruedas. Eli es su alegría. Y se comprende, porque la luz está en él, en sus ojos, en su sonrisa. Júlia tiene algo de personaje ibseniano. Tiene una obsesión creciente: conseguir una rampa para que el muchacho pueda bajar a la calle y ver el sol. Hay que tener mucho valor y mucho talento para abordar este asunto sin caer en el panfleto o el melodrama desaforado. La función es una joya. Emociona profundamente, sin sentimentalismos de manual. ¿Teatro social? Lo es, pero la etiqueta se queda corta. Teatro con verdad rotunda, que mira hacia una zona a la que pocos suelen acercarse: los barrios alejados de la Barcelona atildada y burguesa. Y con personajes complejos y contradictorios, como en la vida. Vera (Montse Guallar), su vecina, fue durante años traductora e intérprete de ruso: ahora está en la pobreza casi absoluta. Ramon (Andrés Herrera) le ha alquilado el piso a Júlia y vive empozado en la tristeza.

'L’alegria' es una de las historias más hermosas que he visto últimamente. Y 'Smoking Room' pega bocados con los subtextos

L’alegria está escrita con una gran sabiduría compositiva: logra el prodigio de parecer sencilla. Podía haberla escrito Lauro Olmo, William Saroyan o Paddy Chayevski. Marilia Samper logra el milagro teatral de que Eli se levante y nos hable, y que Alejandro Bordanove (atención a este actor) encarne también a una media docena de personajes: vecinos, funcionarios. Lluïsa Castell es un fuego que no para de arder. Para mí ha sido también un regalo ver de nuevo a Montse Guallar, bordando un rol áspero, de mujer caída y furiosa. Y Andrés Herrera me conmueve siempre: la escena en la que canta flamenco en el balcón, en la noche, en voz baja, me puso el corazón en un puño. Cuatro intérpretes que realizan trabajos de filigrana. La noche del estreno había que escuchar el silencio del público, y cómo rompió a aplaudir al final, puesto en pie; un final que es una preciosidad nada complaciente, en la línea del mejor Priestley. L’alegria es una obra muy nuestra que podría triunfar en Broadway o el West End. Ha de verse en toda España.

Segundo regalo: Smoking Room, de Julio Wallovits y Roger Gual. Una fábula sobre la desunión, la mezquindad y el miedo. Una historia de caza de brujas. Con una gran influencia, creo, en tono, diálogos, ritmo y moral: Glengarry Glen Ross, de David Mamet. La película se hizo con cuatro chavos, mucho talento y mucho coraje, en 2002, y se convirtió en eso que se llama “una pieza de culto”. Ahora, con parejos ingredientes y otro reparto estupendo, ha subido al escenario del Pavón, dirigida por Gual. Una puesta desnuda, centrada en el trabajo actoral, en las tensiones que se van anudando, en los subtextos que pegan bocados. Almudena Bautista levanta los espacios con cuatro elementos, y David Picazo firma unas luces sutiles. Rubio es Secun de la Rosa, al que descubrí, tarde, por su espléndido trabajo tras el mostrador de El bar, de Álex de la Iglesia. Es el personaje más manipulable de la función. A Miki Esparbé le descubrí, igualmente sensacional, en El rey tuerto (obra y película) de Marc Crehuet: encarna a Ramírez, nacido para ser chivo expiatorio. Hacía tiempo que no veía a Manuel Morón en escena y ya tenía ganas: aquí es Armero, un jefe que intenta que no llegue la sangre al río. Otro jefe es Pepe Ocio, que interpreta certeramente al inquietante Sotomayor. Fernández (un Yago de oficina, un emponzoñador nato) es Manolo Solo, otro de mis actores favoritos. Es uno de esos intérpretes capaces de hacer que todo parezca fácil. Enrique es Edu Soto, que empezó como actor de comedia y ahora da cada vez más miedo: aquí es una cafetera a punto de estallar, con la misma violencia y peligro que mostró en Incendios, de Mouawad (ahora en el Goya de Barcelona, por cierto: tampoco hay que perdérsela).

Tercer regalo, del que les hablaré el sábado próximo: Billy Elliot, que está arrasando. Reserven ya.

‘L’alegria’, de Marilia Samper. Sala Beckett (Barcelona).Hasta el 12 de noviembre.

‘Smoking Room’, de Julio Wallovits y Roger Gual. Pavón Teatro Kamikaze (Madrid). Director: Roger Gual. Hasta el 19 de noviembre.

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