Negro de libro
La evolución de la figura del detective está siempre vinculada a la sociedad. Pepe Carvalho es impensable sin la Transición
Uno
Cansado de tanta adánica y saludable nature writing como invade las mesas de novedades y los catálogos editoriales (Capitán Swing y Errata Naturae han encontrado un pequeño filón en este subgénero tan sintomáticamente poscambio climático), y aburrido de seguir obsesivamente en la prensa escrita, digital y audiovisual los pormenores de la ricia causada por la desidia y el oportunismo político en la convivencia de los pueblos de esta (nunca acabada) “nación de naciones”, me refugio en la negritud de los últimos thrillers amontonados alrededor de mi sillón de orejas: al menos en ellos los villanos, por nefaria que sea su condición, lo son sólo en la ficción y no tienen mayor impacto en nuestras ya de por sí sobresaltadas existencias. Entre los que he leído en las últimas semanas, me fijo especialmente en Libros peligrosos (Espuela de Plata), de Marco Page, y no sólo por sus méritos intrínsecos (a los que no ayuda una traducción en la que se echa de menos un buen repaso), sino como representante de un subsubgénero al que los críticos anglohablantes, tan dados al deporte intelectual de la taxonomía, califican de bibliomisteries, y del que la estupenda editorial sevillana anuncia más ejemplos. En el marbete, como es de suponer, caben casi todas las intrigas en cuya trama intervienen los libros o quienes los hacen y diseminan: autores, bibliotecarios, traductores, libreros, editores, coleccionistas, encuadernadores. Si dedican un instante a pensarlo (antes de que la crisis catalana provoque una catástrofe en cadena casi tan letal como la del invierno nuclear que acabó con los dinosaurios), existen bibliomisteries desde mucho antes de que Poe diera carta de naturaleza a la intriga policiaca. Y aún más en nuestro tiempo: desde El nombre de la rosa (Umberto Eco, 1980) o El club Dante (Matthew Pearl, 2003) a El club Dumas (Pérez-Reverte, 1993) o La sombra del viento (Ruiz Zafón, 2001), por solo citar cuatro superventas indiscutibles que han proporcionado a sus editores más pasta que la venta de banderas españolas y esteladas a los avispados dueños de bazares chinos (que previeron el negocio mucho antes de que Rajoy y Sánchez se cayeran del guindo), nunca ha faltado un bibliomistery en las mesas de novedades. Y conste que, para mí, el mejor que nunca se ha escrito es el más breve de todos: el increíble relato (550 palabras, 400 menos que este verboso Sillón de Orejas) Continuidad de los parques, de Julio Cortázar, incluido en la segunda edición de Final de juego (1964) y que, además, constituye una excelente parodia del (sub)género. En cuanto a Libros peligrosos (título original: Fast Company, 1938), se trata de un más que aceptable thriller en el que un detective (que es marchante de libros raros) debe resolver con ayuda de su mujer (el matrimonio de sabuesos es un clásico en la literatura policiaca) el asesinato de un poco escrupuloso colega, a quien han apiolado, por cierto, con un busto de Dante.
Dos
El detective o sabueso es elemento fundamental en todo relato policiaco que se precie. Simplificando mucho un largo proceso, puede afirmarse que en la charnela de los siglos XIX y XX, y entre Poe (con su Auguste Dupin) y Conan Doyle (con Sherlock Holmes), sus principales características están ya fijadas. Pero ha habido detectives para todos los gustos: hombres y mujeres de acción que escrutan la escena del crimen y persiguen a los criminales, o pensadores que lo aclaran todo sin moverse de su casa (el detective armchair, como lo llaman los británicos); personas de todas las profesiones, policías o aficionados, desde ancianas más o menos solteronas (las célebres spinster), juezas la mar de sexys o eficacísimas amas de casa hasta sacerdotes, monjas, delincuentes, obreros y soldados; de militantes rojos a (más o menos) ultraconservadores casi pardos; de aristócratas millonarios con mucho tiempo libre a forenses y ejecutivas agobiadas; desde cultísimos bon vivants que resuelven el entuerto sin moverse de su lujoso brownstone neoyorquino (donde leen a Montaigne o Camus mientras su chef privado les prepara la comida), como mi favorito Nero Wolfe, creado por Rex Stout en los años treinta, hasta auténticos atorrantes sin domicilio fijo. Sabuesos y sabuesas con sus peculiaridades: matrimonios rotos o felices (y aburridos), alcohólicos, (ex)drogadictos, gais y lesbianas, asexuales, jovencísimos y provectos ancianos; de todos los colores de piel, etnias y procedencias (Salamandra me acaba de enviar, por ejemplo, Yeruldelgger, de Ian Manook, protagonizada por “el comisario más famoso de Mongolia”); individuos simpáticos y dicharacheros, o ríspidos y bordes proclives a la misantropía. Y también con características físicas llamativas (el citado Nero Wolfe pesa 140 kilos) o minusvalías y achaques varios, como el enano Camille Verhoeven —el estupendo detective de Pierre Lemaitre— o los televisivos Ironside (en silla de ruedas, interpretado por Raymond Burr) o Longstreet (ciego, encarnado por James Franciscus). La evolución de la figura del detective está siempre vinculada a la sociedad, claro. Pepe Carvalho es impensable sin la Transición, y el Padre Brown, cuyas historias leía con gusto Antonio Gramsci en la cárcel, sin el enorme desarrollo de la psicología intuitiva. En nuestros días son también los aficionados al género los que demandan novedades y vueltas de tuerca espectaculares en un saturado mercado de thrillers. Así cobra sentido, por ejemplo, la publicación de la muy entretenida El final del hombre (Alfaguara), de Antonio Mercero, primera entrega de una probable saga (“explosiva”, nos gritan desde los paratextos) protagonizada por el inspector de policía transexual Carlos Luna (que termina siendo Sofía Luna). Tengo que decir que no es el único de su (trans)género que anda resolviendo crímenes en una época en que el debate acerca de las identidades sexuales ha pasado a primer plano, pero, créanme, éste es genuinamente español (y madrileño). Y no le falta gracia.
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