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Las diatribas de Wagner, la vocalidad y los requisitos presupuestarios, entre los obstáculos

Expediente Meyerbeer (y II)

Una conspiración de argumentos arrinconan al renovador del lenguaje operístico

Giacomo Meyerbeer es un gran compositor, decíamos. Demasiado grande incluso como para restringirlo a su valor coyuntural de una época pretérita. ¿Y entonces? Alberto González Lapuente, musicólogo y crítico del diario ABC, no encuentra una respuesta definitiva, pero sí tiene elaborado un argumentario que apunta a la diana. Y que procede desglosar.

 -Meyerbeer ocupa una incómoda posición entre el repertorio belcantismo y un estilo musical de rango más dramático a partir de la obra de Verdi y Wagner. Estaría en una tierra intermedia que ha contribuido a la maldición de sepultarlo.

 -La obra de Meyerbeer se enfrentó con enemigos acérrimos. El primero de todos, Richard Wagner quien dice, más o menos, en El judaísmo en la música que el hecho de que el púbico aclamé la música de Meyerbeer solo puede considerarse un síntoma del daño hecho por el judaísmo en Alemania. Las consecuencias resultaron funestas a partir de este momento, particularmente en el periodo de entreguerras, los años del nazismo y posteriormente, tal y como sucedió con el repertorio "degenerado". Paradójicamente, Meyerbeer ayudó mucho a Wagner durante su estancia en París defendiendo sus primeras óperas.

 -Hay una razón de índole práctico que llevó al declinar póstumo de su popularidad: la gran exigencia vocal de sus obras, en particular de voces de tenor, empezando por Los hugonotes y El profeta. Las protagoniza un tipo de cantante que deja de existir.

 -Las obras de Meyerbeer, en su grandilocuencia y megalomanía, implican costes elevados de producción. Y esos gastos no se rentabilizan en taquilla. Inmerecidamente, Meyerbeer es un compositor desconocido. Representar sus óperas conlleva demasiados riesgos presupuestarios, no digamos en tiempos de crisis o cuando los teatros están obligados a esmerar la relación de entradas y salidas. Se trata de una aparatosa paradoja: el autor que antaño procuraba rentabilidad y que funcionaba como infalible reclamo comercial, resulta ahora un motivo para ahuyentar a los melómanos menos iniciados.

Puede que "el caso Meyebeer" no esté definitivamente perdido, añadimos. El compositor berlinés -en Berlín nació- sobrevive en las arias de los recitales -"Oh, paradiso", de La africana resulta insobornable para cualquier tenor postinero-, en algunos proyectos discográficos -Diana Damrau le dedicó uno específico- y en versiones de concierto, exactamente como sucedió en el Teatro Real en febrero de 2011. Regresaban Los hugonotes 84 años después de haberse representado por última vez. Meyerbeer había logrado la proeza de conservarla 60 años en el templo de Madrid, prueba inequívoca de que el gran periodo de olvido y de marginalidad sobrevino después de la Guerra Civil y de la II Guerra Mundial, como si hubiera desparecido la partitura.

Se trata de devolverle a Meyebeer lo que es de Meyerbeer, introduciendo razones para exhumarlo tal como le ha ocurrido a la figura del propio Rossini en el último cuarto del siglo XX y en el comienzo del siglo XXI. Los prodigios del Festival de Pesaro, el trabajo musicológico de Alberto Zedda y la "reconstrucción" de la vocalidad rossiniana permiten hacernos hoy una idea total de Rossini que trasciende la devoción cultivada tradicionalmente al Barbero de Sevilla o a la Cenerentola.

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