¿Qué fue de Macaulay Culkin?
Fragmento del libro 'Este joven monstruo', de Charlie Fox, que publica en España la editorial Alpha Decay
¿Qué fue de Macaulay Culkin? Cuando le pidieron que dirigiera el videoclip de la canción de Sonic Youth 'Sunday' en 1998, Korine sacó a la exestrella infantil de su prematuro retiro y realizó un inquietante vídeo que parece un estudio de su persona lleno de erotismo y drogadicción. Vemos a Culkin cavilando sombríamente ante el espejo y luego, cual seductor perverso, sacando los rojos labios para besar al espectador. En otro momento se quita una chistera —como un Fred Astaire atiborrado de sedantes— mientras las guitarras emprenden un viaje interestelar que evoca la distorsión y el aturdimiento que invaden su cabeza. Ese mismo año, y mientras rodaba el vídeo, Korine hizo un libro de fotografías titulado The Bad Son en el que vemos a un Culkin enfermizo, medio desnudo, espectral, que se divierte con unas bailarinas adolescentes. Un texto que precede a las fotos, escrito por Korine pero firmado con guasa por Culkin, una especie de fría confesión, retrata al joven como un sociópata amante de la juerga que hablaba con Dios cuando trepaba a los árboles y prendió fuego a su hermano mientras dormía. El ingenioso cineasta homosexual Bruce LaBruce dijo que el libro era «un curioso producto moderno: pornografía para niños de una estrella infantil acabada», y Korine dijo luego que Michael Jackson compró varios ejemplares.
Como es sabido, Culkin se retiró a los catorce años para vivir en paz con los millones que había ganado por su papel protagonista en las dos películas de Solo en casa (1990 y 1992) y en Niño rico (1994), y dejó de tener relación con su controlador padre. (Las tres películas tratan de la perversa diversión a la que puede entregarse un chaval cuando sus padres lo dejan solo en casa.) Era el niño favorito de América por su carisma de pillo gracioso, mezcla de Shirley Temple y Bart Simpson. Sin dar señales de vida durante años y objeto de fantásticos rumores, como si fuera un unicornio, se dijo que se había dado a las drogas, que se había hecho un ermitaño, que estaba muerto. Las estrellas infantiles tienen luego una vida dura que parece ser el cósmico castigo por su éxito precoz. El videoclip de 'Sunday' subvierte la imagen infantil de Culkin y expresa siniestros temores sobre lo que les ocurre a las estrellas infantiles cuando dejan de ser famosas. Peter Robbins, que de niño puso voz al Charlie Brown de Peanuts en seis películas de dibujos animados para televisión y en un largometraje, perdió su papel cuando cambió de voz. De mayor le diagnosticaron esquizofrenia paranoide y en 2015 lo condenaron a cinco años de cárcel por escribirle cartas amenazadoras a su mujer, de la que se había separado, y al propietario del parque de caravanas en el que vivía en California. Ganar una fortuna de niño, por tener un talento prodigioso, una estampa seráfica o simplemente una buena presencia, resulta ser muchas veces un terrible destino.
Si necesitan dinero, hay chavales que se hacen homosexuales: «Quería que le chupara la polla. Yo estaba sin blanca y me ofrecía sesenta pavos y un montón de speed, así que…». Esta confesión verista, hecha por un prostituto, la encontramos insertada en la anárquica trama de Mi Idaho privado (1991) de Gus Van Sant. Esta película habla realmente de lo que es el deseo, homosexual y heterosexual, en esa primera escena en la que vemos a River Phoenix, un tío bueno que parece salido de la revista para adolescentes Tiger Beat, siendo el extático objeto de una gran mamada. Cuando se acerca al trémulo paroxismo, aparece la imagen de una casa que cae del cielo y se hace añicos con estrépito en pleno campo, reflejando así, de una manera muy gráfica (y desolada), el mundo interior del personaje. El hogar se ha destrozado: ¡a la mierda la familia! «En casa», como observa el crítico y poeta Wayne Koestenbaum, «nos enseñan a ser heterosexuales.» Para recordarnos que el dinero siempre está detrás de todos los placeres carnales de la película, incluidos los que busca el rico Keanu Reeves por los peores barrios de Estados Unidos (lo hace por entretenerse mientras espera heredar una fortuna de su padre), River consigue diez dólares de su cliente, un tipo gordo y malencarado que se esconde en el baño. Cuando el actor murió, Clark expuso grandes collages de fotos de Phoenix que había recortado de revistas, imitando el culto que rodea a los famosos que mueren prematuramente. Esos collages parecen sacados de la habitación de un fan psicótico.
Sabemos algo sobre el confuso estado de las relaciones familiares cuando, sentados junto al fuego, River, casi sollozando, habla de tener un padre y un perro «normales», y Keanu no entiende a qué se refiere. Con la cara iluminada por el resplandor de las llamas, este se pregunta riendo qué puede ser un perro normal, mientras su amigo añora íntimamente a ese perro y a la familia «normal» que nunca tuvo. Tan sincero es River que de joven tuvo, en efecto, un perro, como muestra la página de un fanzine que vemos reproducida en The Perfect Childhood , un perro que se llamaba Justice. Pero, como inteligentemente dijo el escritor y crítico Hilton Als cuando la película se estrenó, todas las conversaciones sobre el padre ausente y el perro añorado son intrascendentes comparadas con los vívidos recuerdos que tiene de su madre. «Si Mi Idaho privado va de algo», escribe Als, «es de la madre como figura de eterno deseo, de vacío que tratamos de llenar con esta o aquella amada.» River busca a su madre por todo el país, únicamente para acabar, una vez más, tirado en la cuneta, solo e inconsciente. La historia es un bucle interminable que nos dice que su madre lo ha condenado a un futuro de abandono y amor no correspondido. Aunque si encontrara a su madre en alguna de las quiméricas formas que adopta (chica, chico, casa), todo estaría bien: la droga es el amor.
(Prefiero no hablar de la impresión que me produjo la película la primera vez que la vi, cuando cumplí quince años, ni de lo que supuso para mí: ver a Phoenix arrastrándose drogado por una acera después de reírse mirando al cielo, o aullándole a ese atónito conejo, o las dolorosas escenas finales de la película: la llanura recorrida por la brisa, mieses doradas, unos ladrones que asaltan al pobre chico dormido. Todo el trauma psicológico de la orfandad está magníficamente condensado en esa escena en la que Phoenix, sollozando inconsolablemente, se recuesta en el regazo de su amigo sin ser capaz de recordar el color de la lejana casa de su madre, un hogar que se desintegró en algún lugar más allá del arco iris: ¿era verde o era azul?)
¿Y qué decir de Ryan McGinley? Adolescentes desnudos corriendo por carreteras, fuegos artificiales, nubecillas que parecen pompas de jabón surcando el cielo rojizo, Levi’s, una joven doble de Audrey Hepburn que lleva a hombros un coyote —lengua colgando, uñas afiladas—: las fotos de este fotógrafo estadounidense son magníficos ejemplos de la mezcla de lo onírico y lo cursi. Muchas de las mejores fotografías de McGinley (fotos llenas de auténtica maravilla estival) están financiadas con el dinero ganado trabajando para grandes marcas y representan hábilmente la fantasía de una juventud loca que no tiene preocupaciones ni problemas. En estas fotos, el sexo es algo alegre de lo que se habla; todos los chavales parecen potrillos felices. Joven homosexual de Nueva Jersey, McGinley plasmó el trastorno de los sentidos que le provocó su maldito éxito: apareció en una instantánea esnifando una raya de coca sobre el pene de un colega, y fotografió a amigos puestos de ácido o de pcp. Cuando superó estos excesos, empezó a tratarlos como un ideal alucinógeno, creando una atmósfera poética que recuerda a Huck Finn. Sus preciosas fotografías de 2004 del público de los conciertos de Morrissey —fans estirando los brazos para tocar a su ídolo— irradian unos rosas y azules vivísimos, y parecen tomadas en un lugar a medio camino entre una discoteca y un acuario. En su libro Moonmilk (2009), vemos a jóvenes jugando en un paisaje como de ciencia ficción, lleno de grutas y simas que parecen que se derriten, bañado todo por una luz fosforescente.
En la década de los dos mil, después de lo ocurrido en Nueva York, Washington, Madrid, Londres, con la amenaza terrorista siempre gravitando, por no hablar de los ataques que varios regímenes militares lanzaron en nombre de la «justicia» y que destruyeron regiones enteras de Oriente Medio, las ciudades dejaron de ser lugares atractivos por los que pasear. Hubo una huida psíquica al desierto, que se puso de manifiesto en todo, desde la música New Weird America (también conocida como freak folk ) hasta la película Gerry (2002) de Gus Van Sant. Lo bueno que tiene imaginarse el paraíso es que este nunca cambia: fruta, carne ansiosa, desconexión del mundo y un sol que juega entre los árboles. Como dice la letra de una canción: «Hay una luz que nunca se apaga».
Chicos y chicas que se desmoronan, chicos y chicas con los dientes saltados, chicos y chicas que sueñan…
¡Pero Idaho es divertidísima! Esta odisea de Van Sant, una road movie sobre un homosexual que se duerme, en la que se mezclan fragmentos del Enrique IV (1596-1599) de Shakespeare, está tan llena de alusiones, energías opuestas y citas que resulta irresistible y difícil de entender. Pensemos en esa maravilla digna de Cocteau que es el ruido que suena dentro de la caracola y que, como flotando en olas fantasmagóricas, le trae recuerdos a Phoenix, o en esos chicos que, al oscurecer, se ponen en fila como maniquíes y que parecen salidos del inminente Hustlers (1993) de Philip-Lorca diCorcia, o en el girasol artificial, que parece cogido de algún edén de pop art, con el que Phoenix juguetea coquetamente en un funeral. (Incluso cuando más absurda parece, o sobre todo cuando más lo parece, la película abre varios mundos que podríamos explorar.) O pensemos en esos chicos que se preguntan por las monstruosas complicaciones que les supondría pasar de ser prostitutos pagados a ser homosexuales de verdad, lo que comparan con una metamorfosis que los convertiría en una especie de Campanillas afeminadas: «Cuando empiezas a hacerlo gratis, te salen alas y te conviertes en un hada». O en ese Keanu que le vierte desde un tejado una bebida a Bob (el travieso Prince Hal y el vagabundo Falstaff), que pasa por la calle varios pisos más abajo, y anuncia la llegada del grueso personaje gritando: «¡Aquí llega Santa Claus!» y berreando con júbilo, como un Peter Pan que regresara al País de Nunca Jamás.
O en esas escenas en las que, entre tanto desorden, vemos coreografiado el sexo en una serie de poses fijas: las del trío que montan los chicos con Hans en Portland, mientras se oye la música de un circo lejano, y las de Keanu con la joven italiana en el país de Pasolini, en medio de la queda actividad de pájaros, caballos y viento en los árboles. Hay mucha fuerza en la película que se niega a asumir la responsabilidad de adoptar una forma determinada, y que se corresponden con las igualmente complicadas respuestas que la película da a la cuestión de ser un hombre (rechazo temeroso o aceptación desolada). «La homosexualidad», como afirmó el teórico Eve Kosofsky Sedgwick en 1992, es «la negativa a significar algo monolítico», una definición que cuadra con el intento de la película de realizar al mismo tiempo numerosas posibilidades cinematográficas: saga shakesperiana, melodrama social, manifiesto homosexual, retrato psicoanalítico. Las consecuencias son mentales, estéticas y eróticas. Y siempre tenemos la sensación de estar viendo cómo se desintegra lentamente una vida.
Phoenix murió a los veintitrés años por sobredosis de heroína y cocaína la noche de Halloween de 1993. Su mito sigue intacto, como un cuerpo embalsamado. Su personaje padece narcolepsia, que podría ser otra manera más o menos indirecta de aludir a la heroinomanía. El yonqui no puede menos de reconocerse en un personaje que vive al ritmo fatal de las ensoñaciones, las pérdidas de la noción del tiempo y los sombríos retornos a la conciencia. La inconsciencia feliz, el deseo de ser incorpóreo, parecen mucho más atractivos que, digamos, la irritable euforia de la anfetamina o los placeres sinestésicos de los alucinógenos, por no hablar de las rutinas de la vida sobria. Esta búsqueda de la inconsciencia, esta necesidad absoluta de evadirse —de «ralentizar las cosas»— superan todas las demás formas de excitación.
«Ojalá fuera un desecho», dice la chica de Act Da Fool , «y pudiera irme volando.»
Uno de los chicos que cantan «Peanut butter, motherfucker» en Gummo no pronuncia bien «funeral»: «Fui a su fune’al», susurra, «fui a su tumba…». La voz se repite, los ecos resuenan generados con sintetizador, el fantasma de un duende con una camiseta de Black Sabbath nos susurra al oído.
Aunque no tengan colmillos, alas ni ningún otro postizo que lucir, estos adolescentes punks o que han huido de casa son otra clase de monstruos: el joven punk violento y descontrolado que no tiene más poderes sobrenaturales que su juventud. Pero que un héroe juvenil efectivamente desconecte del mundo en un momento de pánico, tensión o trauma significa también que los monstruos pueden domesticarse y vencerse. Conforme crecemos, vamos rechazando la maldad juvenil, pero también la fantasía desaparece. Según todas las escuelas de pensamiento racional, esto es como un final feliz, o algo por el estilo.
Aunque, me digo, ¿qué clase de monstruo es el que invoca lo «racional» en el último momento? Un «Idaho privado» solo puede ser un mundo ideal dentro de nuestra mente, un lugar en el que podemos estar solos con nuestra madre y soñar; un mundo que conocimos vagamente y que perdimos. Como J. M. Barrie dijo del País de Nunca Jamás: «También nosotros hemos estado allí, seguimos oyendo las olas, pero ya no podemos volver». La juventud misma es un lugar perdido que nunca recuperaremos. Cualquier niño listo puede decirnos lo que «utopía» —paraíso— significa realmente.
Lejos del Paraíso, Gummo termina con unas imágenes de tornados que arrasan todo a su paso, mientras suena la lacrimosa balada de Roy Orbisson 'Crying':
Porque no me amas y yo siempre lloraré por ti. Tanta añoranza duele. Las casas vuelven a volar por los aires. «La vida es grande», susurra el narrador, «sin ella, estaríamos muertos.»
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.