Di Stefano, más grande que el silencio
Generoso, sublime, emocionante e imperfecto, el tenor italiano fue la "saeta" de la ópera
Ignoro las razones por las que he amanecido "necesitando" escuchar la voz de Giuseppe di Stefano. Tampoco sé por qué he reparado en una grabación en vivo de La forza del destino. Y me alegra haberlo hecho. No sólo porque a la tan denostada piratería se le debe reconocer el mérito de habernos trasladado la atmósfera de representaciones memorables e imperfectas que se hubieran malogrado. También porque Di Stefano parece estar vivo de verdad en la representación de la Ópera de Viena. En cada hálito. En cada frase. En su capacidad de emocionar y de suscitar en los tendidos un clima de pasión inconcebible en las grabaciones de estudio.
Y fui de los operómanos que supieron pronto de la gloria de la saeta italiana, pero me resistía a apreciarla. Podía influir la imagen decadente que el cantante cultivó en sus últimos años de carrera. O quizá predominaba mi admiración hacia otros colegas italianos de su generación. Particularmente Franco Corelli y Carlo Bergonzi, de extremo a extremo.
La insistencia de mi amigo Aquiles García Tuero me hizo apreciar la grandeza del tenor. Especialmente por las virtudes de la emoción, del fraseo, de la sublime manera de decir. Giuseppe di Stefano sobrecogía más allá de las imperfecciones. Habrá melómanos que destripen sus discos con recursos de laboratorio en busca del sobreagudo fallido, pero semejantes altibajos no contradicen el escalofrío de sus interpretaciones. Verbigracia.
Giuseppe di Stefano sostenía sarcásticamente que la última cosa que haría en su vida sería morirse. Misión cumplida. Falleció en los aledaños de Milán en 2008, a los 87 años. Muchos, considerando que podía haber caído en el frente de Rusia si el teniente de su propio regimiento no llega a mediar para repatriarlo.
Advirtió en el soldado un talento excepcional, aunque el oficial no sobrevivió para asistir a la verificación de la profecía. Ni siquiera supo que Di Stefano se ganó la vida en cafés de marchita reputación, que estuvo a punto de hacerse cura en los jesuitas y que fue un ídolo en Nueva York.
Queremos decir que Di Stefano es un tenor de leyenda. Vocal, artística y biográficamente. Le llamaban Pippo en plan cordial, pero hay que tomarse muy en serio el apodo porque la plenitud de Di Stefano ha sido alcanzada por poquísimos de sus colegas. Especialmente en los años 50 y 60, cuando el monstruo había encontrado un equilibrio luminoso entre la dicción, el fraseo, el color solar, la sensibilidad, la naturalidad, la presencia escénica, la técnica y la entrega.
Ya tendrían tiempo sus críticos de reprocharle la generosidad. Di Stefano se dejó tentar prematuramente por algunos papeles desmesurados -Turandot, Andrea Chénier- y pudo quemarse antes de tiempo, pero las imperfecciones del personaje redundan en esa falible humanidad que le convertía en dandy, en jugador de casino, en latin lover, en vividor.
Porque fue un superviviente. Superviviente de la II Guerra Mundial. Superviviente de la rivalidad masculina que le rodeaba en la edad dorada. Superviviente de sí mismo. Supervivente, incluso, de Maria Callas, cuyos fatalismo, morbo y popularidad no fueron suficientes para arrastrar al tenor.
Coincidieron por vez primera en el teatro brasileño de San Paolo (1951). Una versión de La Traviata que serviría de ensayo a la que ambos protagonizaron después en La Scala bajo la tutela de Giulini y de Visconti. El disco puede encontrarse en las tiendas como prueba material del milagro. También merece desempolvarse la Tosca que Di Stefano y Callas grabaron para EMI en presencia de Victor de Sabata.
Es la referencia absoluta de cualquier coleccionista. El ejemplo imperecedero de una sintonía que la pareja trató de prolongar más allá de sus facultades, es decir, la gira de despedida que el tenor y la soprano protagonizaron en 1973 con demasiados achaques crepusculares.
No eran los tiempos de Di Stefano, inútil negarlo. De hecho, el tenor italiano había comprendido que 40 años de carrera se hacían cuesta arriba -debutó en 1946 en Reggio Emilia- y que merecía la pena exiliarse... en Kenia, a contracorriente de toda lógica lírica o melómana.
Allí residía muchos meses del año. Le invitaron a un homenaje y decidió quedarse. Frecuentaba los casinos, disfrutaba del anonimato y viajaba de vez en cuando a Italia para tocar el busto de Verdi. Imaginariamente.
No se merecía Di Stefano que unos delincuentes le dieran una paliza en Diani (Kenia). Ocurrió en 2003, pero las secuelas de aquel traumático asalto fueron determinantes en su estado de posterior agonía. Consumido, inconsciente y casi nonagenario, Di Stefano murió en el silencio del coma. Un final demasiado vulgar para un tenor que rompió el silencio para darle más sentido.
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