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tribuna

De reversos y calenturas de la democracia

El autor responde a la crítica de Íñigo Errejón sobre su libro en Babelia

José María Lassalle
Marcha por el centro de Madrid organizada por Podemos en 2015.
Marcha por el centro de Madrid organizada por Podemos en 2015.a. ruesga

El populismo es una estrategia de seducción elitista. Un proyecto político que actúa sobre la estructura emocional de la democracia al calentar y manipular las adherencias que conectan al pueblo con la institucionalidad que lo representa. El objetivo es que el reverso inconsciente de la democracia haga bullir su estabilidad. Que sustituya la fría racionalidad formal de legitimación que hace posible que todos, más allá de nuestras diferencias, constituyamos un “nosotros” en el que cada uno se reconozca como parte del mismo pueblo soberano. La sospecha de que unos trabajan contra otros, de que existen mecanismos de hegemonía de clase que ocultan una relación dialéctica que sustenta la sociedad en una disputa entre amigos y enemigos, es uno de los resortes que activa sutilmente. En esta tarea, el populismo identifica un “horizonte de oportunidad” que, como ha sucedido con la crisis, haga posible un desencuentro dentro de la sociedad que rompa la unidad simbólica del pueblo y que no dude en favorecer su dislocación y división. De este modo se busca provocar finalmente un reseteo revolucionario del poder mediante, en palabras de Laclau, “una plebs que reclame ser el único populus legítimo —es decir, una parcialidad que quiere funcionar como la totalidad de la comunidad—”. Para lograrlo es fundamental, como veía Gramsci, una especie de guerra de posiciones que, prolongada y gobernada por la planificación de intelectuales orgánicos, proyecte una voluntad de cambio que altere finalmente las reglas de juego democráticas. ¿Cómo? Vulnerándolas a partir de una inteligencia que sustituya el boxeo de masas revolucionario por el ajedrez guerrillero de acciones culturales y relatos políticos que alteren las mentalidades hasta hacer posible la ruptura de la unidad del pueblo.

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Artillería intelectual contra el populismo

Íñigo Errejón es uno de esos intelectuales orgánicos de los que hablaba Gramsci. Un pensador brillante que, a partir de una sólida formación académica, despliega con nitidez seductora los argumentos de la razón populista que acabo de describir. Sin lugar a dudas es el principal activo intelectual de su partido, circunstancia que me mueve a responder la reseña crítica que tan elegantemente escribió sobre mi libro [Contra el populismo; Debate, 2017]. No en balde, como diría su admirado Stuart Hall, ha asumido el papel de un líder cultural alineado con fuerzas históricas emergentes que desarrollan desde el populismo “técnicas cruciales de articulación discursiva, desarticulación y articulación”, participando “en la vida práctica, como constructor, organizador, persuasor permanente y no simple orador”. Circunstancia que hace que el artículo de Errejón no sea una simple crítica ensayística, sino la cartografía de un relato populista desde el que, con acerada inteligencia, inicia el despliegue de una potente línea de fuego analítico que quiere dar la “batalla intelectual más relevante del momento”. Batalla que no duda en plantear con la mano tendida desde el respeto y la argumentación, pero que elige como tablero de juego un aparato privilegiado de producción de hegemonía como es la cultura.

La institucionalidad ha mostrado disfuncionalidades profundas, pero sigue en pie y con capacidad de desplegar acciones de reforma

El vector de combate que plantea Íñigo Errejón afirma que la crisis ha hecho surgir una voluntad popular renovada. Una voluntad que sería el producto de “una erosión de los derechos sociales y del estrechamiento de la soberanía popular” que ha favorecido el “desencanto y la brecha entre gobernantes y gobernados”. Circunstancias que justificarían un momento popular caliente que protagonizaría un “excedente popular no contenido o satisfecho en la institucionalidad existente” y que, por tanto, reclamaría una “reconstrucción del interés general y una arquitectura institucional acorde” con el resultado de “volver a barajar las cartas”. Hasta aquí un relato impecable que matizan los hechos porque la experiencia colectiva resultante de estos años de crisis es algo distinta. Es indudable que la institucionalidad democrática se ha debilitado, pero ha resistido, también, en el respaldo popular. El “nosotros” que unifica al pueblo no se ha roto. Ni por su polarización emocional ni por la agitación de su reverso violento e inconsciente. El pluralismo sigue siendo fructífero, lo mismo que la otredad y el respeto tolerante al otro. Los reaseguros sociales han funcionado y permiten que la paz social se mantenga en Europa. Es indudable que la institucionalidad ha mostrado disfuncionalidades profundas, pero sigue en pie y con capacidad de desplegar acciones de reforma que la adaptan a las nuevas realidades, aunque, eso sí, desde las reglas de juego que siguen vigentes. Errejón concluye que hay que barajar las cartas y le respaldo, aunque con las reglas que hemos pactado porque son de todos. Y para que el juego democrático sea posible hay que hacerlo sin esa épica que invoca y, a poder ser, sin los mitos que propician la irracionalidad. Apoyémonos en una solidaridad afectuosa que nos haga sentir que somos un “nosotros” que debemos preservar unido y en paz si queremos definirnos como seres civilizados. Confiemos en los otros y cuidemos entre todos la democracia. Prefiero tender la mano intelectual a mi admirado Errejón para esto que para la batalla.

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