Viaje a las cosas mismas
Albert Renger-Patzsch fue uno de los artistas que liberaron a la fotografía de su servidumbre de la pintura. Una exposición en Madrid recorre su obra
Albert Renger-Patzsch fue uno de los que liberaron a la fotografía de su servidumbre de la pintura y le dieron dignidad artística propia. Aquella servidumbre no era desde luego forzada. La fotografía, una vez asentada como práctica, quiso emular a la pintura. Más que un paisaje buscaba hacer un Corot y en las vistas urbanas no olvidaba la atmósfera impresionista. Renger-Patzsch prefirió ir, según un adagio reiterado en la época (aunque entre filósofos), a las cosas mismas. No por casualidad quiso titular su primer libro Las cosas, aunque al fin el editor impusiera llamarlo El mundo es hermoso.
En esa perspectiva aparecen sus exactas imágenes de cactus, orquídeas y filodendros. Hay en ellas, sin embargo, un eco decimonónico: el entusiasmo por el jardín. Con el jardín, el urbanita quiso compensar su alejamiento de la naturaleza: compra flores inusitadas y aun las produce con sofisticadas polinizaciones. Pero si las imágenes de flores conservan tal aura del pasado, no ocurre así con las de los objetos cotidianos o industriales, como el canalón bajo el alero del tejado o las luces, sombras y reflejos de una cristalería, y con mayor osadía, los aisladores que garantizan el tendido de alta tensión, la pieza cortante de la fresadora o la biela de una máquina de vapor. Más allá de su corrección formal, estas imágenes muestran cuanto generalmente no se ve, aunque estos silenciados objetos hacen posible las relaciones que urden nuestra vida y forman eso que llamamos mundo.
Esta vindicación de las cosas produce un cambio en la percepción. Cambio que se da sobre todo en el primer momento perceptivo, la atención. La atención es lo que nos hace ver. Más aún: según algunos pensadores, es lo que nos vincula a lo existente. Esa es la primera contribución de la obra de Renger-Patzsch. La primera porque, rescatados del anonimato, estos objetos adquieren un claro valor metonímico: son partes que remiten a un todo, a la red de relaciones en las que vivimos, eso que antes llamé mundo. Aún cabe añadir una tercera nota y es el potencial metafórico de estas imágenes: no lo dan por sí mismas de inmediato pero lo impulsan en el espectador sensible.
Este rescate de las cosas no debe separarse del Renger-Patzsch paisajista. Ambas vertientes se unen en las fotos de la cuenca del Ruhr. Más interesantes que las que muestran el orgullo de la industrialización, son las que recogen los desmedrados entornos donde distintas formas de habitación humana coexisten con escombreras y residuos industriales convirtiendo al medio físico en tierra de nadie.
Otros contrastes, más formales, sugieren los ritmos. En Malecón con pleamar, los rotundos postes oponen su solidez al ir y venir de las olas, y lo mismo ocurre en la foto de la entrada lateral al Zwinger, en Dresde: el friso de fondo y la firme estructura de la foto contrastan con la ondulación barroca de los escalones.
Más interesante aún es su afán por acumular y comprimir planos. Se rastrea en las vistas de Langeness: el bajo horizonte, más que indagar lo sublime, busca comprimir planos verticales para lograr una profundidad no geométrica. Con más claridad se aprecia en las vistas de bosques de hayas y abetos, donde la profundidad se construye por la acompasada sucesión de planos que definen los árboles. La acumulación de planos es un recurso constructivo que subraya la consistencia del objeto y evita todo atisbo narrativo. Quizá consiga sus mejores resultados en piezas tan diversas entre sí como el Nodo del puente de Duisburgo (cartel anunciador de la muestra) y el muro de Basalto en Eifel. Decididamente, el Renger-Patzsch paisajista y el redentor de objetos (si se me permite la expresión) son inseparables.
Albert Renger-Patzsch. Fundación MAPFRE. Madrid. Hasta el 10 de septiembre.
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