Yonquis de la carta de ajuste
En verano, sin móviles, sin consolas, sin portátiles y sin cole, nuestro tedio de sobremesa adquiría proporciones de insecto prehistórico fosilizado en ámbar
Hubo un tiempo, queridos milenials, en el que no había ni móviles ni portátiles ni consolas, y las únicas tabletas que les pedíamos los críos a los padres eran las de chocolate. En aquellos tiempos remotos, amados nativos digitales, la pequeña pantalla no era la del smartphone, sino la de los televisores, vulgo teles. Unos mazacotes con un marco como el de la Gioconda, una repisa sobre la que se podían exponer Monas Lisas y un culo que ríete tú del de las Kardashian, donde TVE nos echaba de comer a los niños un menú único que, como las lentejas de nuestras madres, o las comíamos o las comíamos y además a la hora que a ella, la tele, le daba la gana.
Porque, os lo juro, dilectos pipiolos, en esos días ultra analógicos las criaturas humanas carecíamos de casi todo estímulo electrónico y, por no haber, no había ni tele hasta las cinco de la tarde. A ver, haber sí había. Tú apretabas el botón del televisor digitalmente, o sea, a dedo -el mando a distancia era el palo de la escoba-, y salía un plano fijo de una rueda de molino amenizado con un pitido rompe tímpanos llamado carta de ajuste que indicaba que TVE nos estaba preparando la merienda, pero que nos buscásemos otro pasatiempo porque a María Luisa Seco, y a los Payasos de la Tele, y a Epi y Blas, a Torrebruno y a Luis Ricardo Cantidubidubidubi Cantidubidubidá, interpretado por un inolvidable Pepe Carabias, aún los estaban peinando. Pues bien, creedme amiguitos, los mocosos de la época andábamos tan hambrientos de imágenes, que no pocas tardes poníamos el televisor antes de tiempo solo para quedarnos idiotizados mirando la carta de ajuste hasta que empezaba la programación infantil propiamente dicha.
Nos aburríamos como protozoos, en efecto. Eso, en invierno, y yendo a clase de nueve a cinco. En verano, sin móviles, sin consolas, sin portátiles y sin cole, nuestro tedio de sobremesa adquiría proporciones de insecto prehistórico fosilizado en ámbar. Mi padre llegaba de trabajar a medio día reventado después de un madrugón de panadero y, a la hora de la siesta, con la chicharrera atronando por las ventanas, no quería oír una voz más alta que otra, según nos hacía saber a su prole en términos irrebatibles. Había que vernos a mis hermanos y a mí, encerrados en el salón sin permiso para salir a la calle hasta que bajara la calorina, ora rebozándonos en nuestro propio jugo el sofá de escay, ora peleándonos a muerte sin soltar un bufido, ora despanzurrados en el suelo jugando a identificar caretos en las manchas del terrazo, para comprender el ansia con que esperábamos el comienzo de las emisiones.
Había libros en la boiserie, por supuesto, los clásicos y best-sellers que compraba mi padre en el Círculo de Lectores con la misma devoción que si adquiriera el Beato de Liébana en Sotheby´s. Así me bebí a morro decenas de incunables cada uno de su padre y de su madre, entre los que recuerdo, por la indeleble huella que dejaron en mis neuronas, Viven, la tragedia de los Andes, del que me sabía de memoria la lista de supervivientes; A sangre fría, de Truman Capote, que aún habita mis pesadillas, y El amante de lady Chatterley, que despertó en mí de una vez y para siempre ciertos calores aparte de los atmosféricos, pero esa es otra historia. Mis hermanos, sin embargo, eran o demasiado pequeños o demasiado obedientes para entregarse a la lectura, como en el caso de mi hermano el de en medio, que cuando le iba llorando a mi padre con que se aburría y el patriarca le respondía que se diera cabezazos contra la pared, iba el tío, y se los daba. Total, que para cuando empezaba la tele, nos tragábamos lo que nos echaran sin un pero. Así que, amiguitos milénicos, a otra con que si la tele de hoy es un asco, y con que si no podéis vivir sin móviles y sin consolas y sin portátiles y sin Neftlix. Os quejáis de vicio.
Las cartas de ajuste de TVE.
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