Como en ‘Sherlock Holmes’, todos mentían
La moda de la mediación en los museos abre el debate sobre el papel del espectador. ¿Y si le dejaran tomar sus propias decisiones?
El año 1929 estaba a punto de transformar —y desactivar— la esencia misma del “arte vanguardista”. Se anunciaba la inauguración del Museo de Arte Moderno en Nueva York y la escritora y coleccionista Gertrude Stein, retratada por Picasso y fotografiada por Man Ray ante el mítico retrato, recibía la noticia con escepticismo: un museo de arte moderno era una contradicción en los términos.
A Stein no le convencía el oxímoron. Le resultaba extraño que sus amigos pasaran de un plumazo a formar parte de la historia. Le debía parecer demasiado pronto para ver a su querido Picasso atrapado en el relato canónico del museo; maniatado en una estructura ordenada, rígida; moderno por decreto y para siempre. Lo comentaba James Clifford en los ochenta del siglo XX a través de su “máquina de construir la autenticidad”, siguiendo el esquema del semiótico Greimas: una vez que una obra entra al museo no suele salir. Qué pena.
En 1923 Stein había compuesto un retrato poemado de Picasso que terminaba con una curiosa afirmación: “La historia enseña”. Sin embargo, lo que enseñaba la historia sobre Picasso no parecía estar para Stein relacionado con el MOMA, que nacía, igual que tantos museos norteamericanos, de una iniciativa filantrópica. Al mando estaba el joven Alfred Barr, profesor de historia del arte, decidido e inteligente, y su proyecto ambicioso quedaba pronto claro: el MOMA aspiraba a quebrar los límites del museo clásico. No en vano, su objeto de exhibición era la “vanguardia” y para esta no había aún narraciones ni narrativas fijadas. Crearlas sería la misión del nuevo museo y las reticencias no se hacían esperar: muchos pensaban entonces que Picasso no estaba a la altura de “genios” como Leonardo o Miguel Ángel.
El cubo blanco imponía a los espectadores una lectura acrítica a través de la mediación
Pese a todo, Barr, clarividente, trazaba un relato canónico que ordenaba el desorden inevitable —y deseable— de las vanguardias y escribía una historia casi antes de que la historia se escribiera. Creaba así un árbol genealógico de exclusiones que se imponía como el canon del arte occidental y que al final seguía la estela de los viejos maestros: en el centro, igual que Leonardo o Velázquez en los museos clásicos, estaba Picasso, el gran héroe del MOMA incluso ahora. Por eso Barr visitó a Stein para convencerla de donar su increíble colección. La respuesta fue taxativa: “Se puede ser un museo o ser moderno. No se pueden ser las dos cosas a la vez”.
El MOMA quería ser ambas cosas y la nueva genealogía transformaba la estrategia de exposición: frente a las acumulaciones de los museos clásicos —cuadros colocados como en los salones burgueses— se instauraba el “cubo blanco”, en teoría neutro y discreto, que gobernaba las obras vanguardistas y sus nuevas estrategias de (re)presentación. Pero el “cubo blanco” no era neutro: parecía un sofisticado dispositivo de reescritura. Espaciadas y solas, las piezas adquirían una extraña solemnidad que desechaba el análisis y obligaba al visitante a contemplar —el Guernica en sus sucesivas instalaciones es un buen ejemplo—. Ese trabajo de reescritura condenaba a cada radicalidad vanguardista a convertirse en una “obra maestra”, dando lugar a otra de las paradojas fascinantes de la modernidad: si los museos han tenido que ir adaptándose a la producción artística, esta ha sido a su vez diseñada por los propios museos.
El MoMA aspiraba a quebrar los límites del museo clásico, con la vanguardia
Ocurría en los años ochenta del siglo XX en plena crisis de la institución —las “ruinas del museo” de Crimp—. Los cambios inaugurados por el destartalado y radical chic Pompidou —a medio camino entre grandes almacenes, fábrica, espacio exterior entrometido, lugar de encuentro, mercado…— hacían surgir por doquier nuevos museos de arte contemporáneo; exposiciones blockbuster; revisiones de los museos clásicos como la Tate o la National Gallery que “limpiaban” sus salas para que “respiraran” también los viejos maestros; o artistas que, como los neoexpresionistas neoyorquinos, pintaban obras enormes, pensadas para las salas públicas o los lofts. Los museos se ponían de moda —en especial los de arte contemporáneo— y con el aumento del interés de los visitantes se hacía más profunda —o eso decían algunos— la brecha entre la vanguardia y su público anunciada por Lucy Lippard.
Quizás era una brecha necesaria, porque todo aquello pensado contra el museo acababa por encontrar un acomodo sospechoso entre sus paredes. No sólo. A medida que el siglo avanzaba hacia su fin, la llamada “crítica institucional” tomaba el museo como campo de operaciones con la excusa de que la institución sólo se puede dinamitar desde dentro —como apuntara Foucault, que, para su suerte, no tuvo que lidiar con la “mediación cultural”—.
Se creaba otra trampa: un modelo de “museo subversivo” que acogía las prácticas contra el museo y museaba a los artistas y las obras que con grandes esfuerzos habían tratado de dinamitar la institución. Este museo se presentaba abierto y plural, inclusivo, capaz de dar cabida a todos, y para dar cabida a todos y que nadie se sintiera fuera potenciaba la “mediación” —a veces epitomada por una especie de “chaquetas rojas de Iberia” que decían a los menos avezados lo que tenían que ver, mirar, entender, sentir y, como dijera Warhol del cine, qué cara poner mientras lo estaban sintiendo—. Pese a sus críticas implícitas al “modelo MOMA”, este “museo subversivo” era otro flagrante oxímoron. El “cubo blanco” —con poco de neutro— había sido sustituido por cierta falsa libertad que, sin embargo, imponía a los espectadores una lectura acrítica por normativizada a través de la mediación. ¿De verdad han cambiado las nuevas prácticas artísticas a los museos o ha ocurrido justo lo contrario? Quizás, como en Sherlock Holmes, todos han mentido.
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