Un himno de amor a la música en cuatro minutos
Esta mágica historia es una llamada de atención: el pueblo no tiene por qué estar condenado a lo vulgar
Salvador tiene razón; igual no somos tan horteras como piensan los directivos de las televisiones. O igual la televisión ha contribuido machaconamente a estropear el oído de una gran parte de los espectadores. ¿Qué es una canción? Los hermanos Sobral, Luisa componiendo y Salvador cantando, lo han demostrado como protagonistas de un pequeño milagro: una canción es una historia que se narra en un breve espacio de tiempo. No hace falta que sea complicada, no hace falta que se valga, como también dijo Sobral, de fuegos de artificio. Más bien lo contrario; las viejas canciones que con el tiempo han logrado convertirse en estándares ofrecen una letra y una música sencillas, pero con un poder evocador tal que hará que quien escuche añada a esos versos una parte de su experiencia personal. Salvador se había curtido casi desde adolescente interpretando el clásico cancionero del jazz, del pop o del rhythm&blues; sus maestros fueron Stevie Wonder, Chet Baker o Ray Charles. De ellos aprendió que las buenas canciones son irrompibles y se adaptan a todos los géneros.
Es asombroso que una tradición tan sólida, la de las canciones populares, se haya convertido en un arte raro, que nos resulta chocante. Nos choca la brevedad de Amar pelos dois, la poética simplicidad de la letra, que cuenta la historia de un amor desigual en diez versos y sobre cuya plantilla Salvador juega, haciendo que la canción sea ligeramente distinta cada vez que la interpreta para que el espectador tenga la sensación de que el cantante está inventándola en el momento presente.
Nos sorprende que la imagen de este muchacho se parezca más a la de los jóvenes que vemos por la calle que a la de otros cantantes eurovisivos. Nos parece algo extraordinario que luzca una coleta alta, que vista camisas anchas de cuadros o que lleve una camiseta de apoyo a los refugiados, cuando lo que debería resultarnos inaudito es que un festival de canción popular se haya quedado esclerotizado hasta tal extremo, con unas puestas en escena abracadabrantes que nacieron ya pasadas de moda. Toda la promoción que han hecho los hermanos Sobral ha sido elegante, modélica, cordial sin caer en la falsa simpatía. Poseen los dos el tono educado y discreto de sus compatriotas, y parece que nunca han dejado de ser esos niños aplicados a los que su padre hacía escuchar música pop y fijarse en el sentido de las letras para que luego las cantaran en los viajes de camino al Algarve.
Todo eso se llama educación, educación musical. La que aprendes imitando a unos padres que aman las canciones; la que debiera enseñarse en el colegio; aquella a la que debiera contribuir el Estado con programas musicales en las televisiones públicas que promocionen y alumbren a nuevos valores, más allá de los gorgoritos o del folclorismo local.
Esta mágica historia tal vez ha sido una llamada de atención: el pueblo no tiene por qué estar condenado a consumir lo vulgar; es capaz de elegir algo valioso si los medios de comunicación se lo ofrecen. Cuando hace dos meses conocí a Salvador en el Chiado, me dijo que esperaba volver pronto a los proyectos que había dejado aparcados. Su hermana y su agente le insistían en que se concentrara en lo inmediato, porque el espíritu de Sobral es inquieto e hiperactivo, aunque su delicada salud le haga caminar más despacio. Estaba ensayando con un grupo una serie de poemas en inglés de Pessoa y viejas canciones cubanas con otro cuarteto. El jazz es el sonido que une todos estos trabajos que le rondan en la cabeza. No creo que el éxito repentino y abrumador de un festival lo paralicen demasiado tiempo. Él tiene prisa por volver a cantar y ahora tiene todos los teatros abiertos. Eso sí, siempre tendrá que reservar cuatro minutos para que el público coree esta canción que se ha convertido ya en un himno de amor a la música.
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