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Blogs / Cultura
La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro

¿Por qué hay que amar a Roy Orbison?

El concierto 'Black and White Night' reconcilia con el manoseado universo del rock

Fernando Navarro

Aconsejo hacer la prueba: tómate tres vinos, tal vez cuatro, siéntete en ese estado ligero y sensible, propenso a dejarse llevar, y pincha a buen volumen el disco Roy Orbison and Friends: A Black and White Night. Será una revelación. Amarás a Roy Orbison.

Sucede con todos los que alguna vez escucharon en la profundidad de la noche una sola de las canciones de este tipo solitario que se escondía en sus gafas de sol y cantaba arañando el alma. Les sucedió a Bruce Springsteen, Tom Waits, Elvis Costello, Jackson Browne, J.D. Souther, Bonnie Riatt o k.d. lang. Todos ellos se citaron sobre el escenario del nightclub Cocoanut Grove, ubicado en el desaparecido Ambassador Hotel de Los Angeles, el 30 de septiembre de 1987 para rendir tributo a un vocalista sin igual. Todos le amaban.

Aquel concierto homenaje también fue grabado en vídeo y solo hace falta ver las caras de admiración y felicidad de todos durante una actuación –ahora reeditada en un cuidado formato digipack- que ha terminado por pasar a la historia como una de las más bellas demostraciones de amor sobre un escenario. Así es. Porque, a diferencia de lo común, nadie está en ese concierto para compartir protagonismo con el homenajeado. Todos los presentes, algunos de ellos superestrellas como Springsteen, Waits o Costello, se limitan a ser escuderos de aquel hombre con el corazón latiendo desbocado en la garganta. Como en un acto de inteligencia, nadie comparte micrófono con él, aunque tampoco se trataba de hacerlo. A Roy Orbison, dueño absoluto del escenario, se le quería dar el papel protagonista que la historia le había arrebatado, aunque terminaría por morir 14 meses después.

Salido de Sun Records, la misma discográfica germen del rock’n’roll donde debutó Elvis Presley, Orbison cosechó muchos éxitos entre 1960 y 1965 en el sello Monument. Básicamente porque en sus canciones las emociones más primarias como el deseo, la soledad o el miedo alcanzaban la estratosfera. Escucharle era como flotar en el espacio. Pero, tras el éxito, acabó sepultado por la vida. En 1966, su mujer Claudette, a la que dedicó una canción, murió en un accidente de moto. Y, dos años más tarde, lo hicieron dos de sus hijos por un incendio en su casa. Desde entonces, Roy Orbison se calzó gafas negras, como un simbólico luto y gesto de refugio ante el mundo, y jamás volvió a ser el mismo. Tampoco la historia volvió a nombrarle como antes, incluso ni le nombraba.

Basta ese primer verso que, derritiéndose en los labios, canta Orbison en Only the Lonely –“Sólo los solitarios saben la forma en qué me siento esta noche”- para caer rendido al empezar esta actuación de Black and White Night. Según reza el título del concierto, una noche en blanco y negro. Como en las primeras películas que nos hicieron llorar, mostrándonos el peso de la existencia. La grabación se registró en blanco y negro y Roy Orbison se halla tímido en la penumbra hasta acercarse al micro e inundar todo el concierto de sentimientos a flor de piel, pasión desparramada a través de su torrencial voz.

Este concierto te reconcilia con el manoseado universo del rock. Te hace olvidar el rentable negocio de la nostalgia. Hay tanto amor por metro cuadrado que es difícil asimilarlo. En blanco y negro, se ve a Springteen morderse el labio de asombro al escuchar el timbre de lejanía infinita de Orbison en ‘In Dreams’, o a Waits empalmado al piano en ‘Pretty Woman’, o a Jackson Browne con la mirada encandilada en ‘It’s Over’ o a Elvis Costello sustituyendo sus gafas de pasta por otras oscuras, emulando a Orbison como un hijo hace con un padre, tal y como hacen todos los miembros de la orquesta de violines durante todo el show.

A Roy Orbison, el gran olvidado cuando se cita a los mejores vocalistas de la historia, hay que amarlo. Su nombre debe figurar junto a otras voces eternas como Aretha Franklin, Frank Sinatra, Elvis Presley o Sam Cooke. En Crónicas, ese libro glorioso de memorias, Bob Dylan escribe: “Roy Orbison transcendía todos los géneros: folk, country, rock and roll, lo que fuera. Su material mezclaba todos los estilos e incluso algunos que no se habían inventado ni siquiera. Podía adoptar un tono agresivo y perverso en un verso y luego cantar con voz de falsete a lo Frankie Valli en el siguiente. Con Roy no sabías si estabas escuchando ópera o una banda de mariachis. Te mantenía alerta. Todo en él era muy visceral. Sonaba como si cantara desde la cima del monte Olimpo y realmente se lo creyera”. En Roy Orbison and Friends: A Black and White Night, Roy Orbison está en la cima del monte Olimpo.

Volvamos al disco, girando en el reproductor del salón o la habitación, con la botella de vino medio vacía. Es de una intimidad divina. No hay nada más importante que lo que sucede en esas canciones. La pasión de la vida sonando en tu corazón. Y un mensaje latiendo fuerte: Todavía puede ser mejor si la próxima vez lo escuchas en buena compañía para también dejarse llevar. Aconsejo hacer la prueba.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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