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Coetzee se despega del mundo

'Los días de Jesús en la escuela', nueva novela del Nobel sudafricano, es la continuación de La infancia de Jesús. Su esquematismo no la convierte en una obra menor

J. M. Coetzee visto por Fernando Vicente.
J. M. Coetzee visto por Fernando Vicente.

En el frontispicio de su última novela, J. M. Coetzee inscribe, en español, la conocida cita de Don Quijote según la cual “nunca segundas partes fueron buenas”. La segunda parte a que se refiere es Los días de Jesús en la escuela, secuela de una novela anterior, cuyo título, La infancia de Jesús, resulta altamente desconcertante pues el nombre de Jesús no se menciona una sola vez en el texto de ninguna de estas enigmáticas parábolas. La infancia de Jesús transcurre en una sociedad utópica que responde al improbable nombre de Novilla, cuyos habitantes hablan español. En la secuela, los protagonistas, Inés y Simón, padres putativos de David, un niño de seis años, se han trasladado al paraje igualmente abstracto de otra ciudad, que en esta ocasión se llama Estrella.

Don Quijote, libro con el que David aprendió a leer en Novilla, vuelve a desempeñar un papel importante en Estrella. El interés de Coetzee por la lengua en que Cervantes escribió su obra maestra constituye uno de los numerosos viajes de regreso a los orígenes que tienen lugar a lo largo de la narración. En el caso del Quijote se trata de volver al texto fundacional de la novela moderna, entendida como matriz que encierra en sí la capacidad de generar todas las historias. Hay muchos tropismos semejantes en Los días de Jesús en la escuela y el objetivo común a todos ellos es llegar a la raíz de las formas esenciales, en lo que constituye una búsqueda de signo inequívocamente platónico. Además de las de Cervantes y Platón, sobre el texto se proyectan de distinta manera las sombras de Bach, Von Kleist, Kafka, Beckett (por la desnudez radical de la expresión) y, de manera particularmente señalada, Dostoievski.

La educación formal de David tiene lugar en una Academia de Danza, donde se adiestra a los niños en la ciencia de los números, entidades primordiales que “están en el cielo, donde viven con las estrellas”. El proceso educativo consiste en “llamarlos para que desciendan, adiestrando el alma en la dirección del bien”. Antes de llegar al escenario de la narración, los personajes tuvieron una vida de la que no guardan memoria, tan solo sombras de recuerdos que se han ido desvaneciendo hasta hacerles creer que la única vida real es la que les es dado contemplar de manera tangible. Dada su edad, David tiene más presentes que los demás las sombras de sus recuerdos, aunque carece de palabras para expresarlos debido a que “junto con el mundo que se ha perdido, se ha perdido el lenguaje capaz de evocarlo”.

Los días de Jesús en la escuela es una propuesta narrativa en extremo radical. No es que estemos ante un Coetzee menor que el de Esperando a los bárbaros, Vida y época de Michael K. o Desgracia, sino ante un autor cuya manera de entender la ficción ha experimentado un cambio drástico, consistente en llevar a sus últimas consecuencias el proceso de despojamiento del lenguaje, reduciendo el arte de narrar a sus elementos esenciales (el fenómeno empezó a hacerse perceptible con Elizabeth Costello en 2003). Reflexionando acerca de los años finales de Tolstói, Coetzee escribe en Diario de un mal año (2007), la novela inmediatamente anterior a La infancia de Jesús: “Sentir un despego creciente con respecto al mundo es algo que sucede de manera natural a muchos escritores. Con la edad se vuelven más fríos, la textura de su prosa se adelgaza, la acción y los personajes se hacen más esquemáticos. La explicación habitual de este síndrome es la merma del poder creativo, y sin duda está relacionado con la pérdida de fuerza física y sobre todo del deseo”. Hay otra explicación posible que Coetzee se apresura a señalar: “Este mismo proceso se puede interpretar de una manera muy distinta: como una liberación, como la adquisición de una mayor claridad mental que nos permite abordar tareas de mayor envergadura”. No es posible describir mejor la poética que subyace a las dos últimas novelas de Coetzee.

El esquematismo de la narración se concreta en diálogos de corte socrático en los que se indaga acerca de los orígenes de casi todo: el lenguaje, la vida, la naturaleza del sexo y del deseo, la génesis biológica de los seres humanos, el pacto social, el carácter que debe tener la educación del hombre. Coetzee aborda estas y otras cuestiones a través de las preguntas que formula un niño de seis años a las que los adultos responden con elemental naturalidad. La directora de la Escuela de Danza, Ana Magdalena, es una mujer cuya gélida belleza, pese a encarnar un ideal de perfección, es incapaz de despertar el deseo carnal en quien la contempla. Coetzee la describe como “una estatua de alabastro”. Estas son, exactamente, las cualidades de la prosa que se utiliza en la novela.

Avanzada la narración, el argumento da un giro que parece tomado de una novela de Dostoievski. Ana Magdalena ejerce un efecto maléfico sobre un personaje atormentado que responde al nombre de Dmitri, lo cual hace que la historia se adentre por derroteros que hacen pensar en las tortuosas disquisiciones del autor de Crimen y castigo. La lectura de Los días de Jesús en la escuela es una experiencia extraña y desoladora. El despojamiento de la prosa se traduce en un despego emocional que deja al lector sin asideros. Lo mejor, como ocurre con las obras finales de Beethoven, es dejarse arrastrar por el misterio. La recompensa es altamente gratificante tanto estética como intelectualmente.

Los días de Jesús en la escuela. J. M. Coetzee. Traducción de Javier Calvo. Literatura Random House, 2017. 256 páginas. 18,90 euros

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