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Un drama con retranca

El escritor británico Ian McEwan ilumina con humor sus extraordinarias marañas éticas en 'Cáscara de nuez', una sombría historia de adulterio y falsedad

Ian McEwan visto por Sciammarella.
Ian McEwan visto por Sciammarella.

Existen laberintos por los que da gusto perderse. El que viene construyendo McEwan con conflictos morales convertidos en frondosos setos es uno de ellos. La cáscara de nuez que mencionó Shakespeare en Hamlet es el útero materno desde el que un feto se siente en efecto rey del espacio infinito de la conciencia desde el que ejerce de narrador de esta historia sombría de adulterio y falsedad en la que con frecuencia luce el sol del humor y de los guiños con los que McEwan ilumina sus extraordinarias marañas éticas.

Como en Hamlet, Claudio asesina a su hermano, padre del protagonista; el feto narrador de Sterne asoma la cabeza, y a lo mejor también el de Marsé en Rabos de lagartija; “manuscritos apilados, lápices afilados, dos ceniceros llenos, una botella de whisky, aspirinas sobre un pañuelo de papel” parodian el escritorio de un editor. Ese feto que se ovilla en la u de Nutshell en la cubierta de la edición original de Jonathan Cape, un hijo no deseado que lee a Joyce y puntúa como Robert Parker la calidad de los vinos, descubre el adulterio de su desapegada madre Trudy (el lector advertirá que en una página se ha convertido en lolita embarazada), describe al pusilánime de su padre John y repudia la banalidad de su tío Claude (cuyas estúpidas frases concluyen con la conjunción “pero”), a quienes enjuicia con la misma vehemencia con la que denuncia la suciedad de nuestra sociedad sin escrúpulos.

Que el feto juzgue a la madre y que el futuro que representa relate el presente que está teniendo lugar rompe sin asomo de duda el orden natural de las cosas, pero McEwan es inmenso porque nos abduce descubriéndonos precisamente el desor­den natural de las cosas. Engarcen esta nueva joya en el collar de la obsesión patológica de Amor perdurable, la atrocidad y la pérdida de inocencia en esa impresionante muestra de ingeniería narrativa que es Expiación, el cinismo moral de Ámsterdam o el dilema entre justicia y fe de su novela anterior, La ley del menor.

Trudy y su amante, Claude, traman y consuman el asesinato de ­John, marido y hermano, respectivamente. Desde el seno materno, suspendida la incredulidad del lector, el narrador actúa de detective y voyeur, formula hipótesis a partir de lo que oye, infiere y conjetura, y todo lo ve desde la ceguera de su condición de inquilino del cuerpo de su madre, con el que mantiene una relación anatómica, pero también de divertido contorsionismo circense. Junto al furor uterino de la joven madre ante el amante, el rumor uterino de su hijo al acecho, el bebé que, como el loco, sí puede decirle al lector que el rey va desnudo (o que mamá es adúltera y asesina, que la existencia misma no es sino una lotería, y que el mundo sólo finge estar cuerdo).

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Un crimen abyecto cometido por personajes de pésima ralea que habitan un inmueble hediondo cuya inmundicia no es sino el reflejo de su naturaleza indecente. No es Londres el escenario sino la condición humana, siempre dispuesta para el teatro del engaño y el artificio. Cáscara de nuez retrata la vileza del individuo con la cámara de un fotógrafo que no es protohumano sino sobrehumano, ese feto que se diría un demiurgo, infortunado pero jocoso juez que arbitra sobre lo humano y lo divino, en el que ha querido convertirse el autor, que disfruta, sin embargo, riéndose de la poesía del papá del narrador, que practica con tesón los trímetros trocaicos, y complaciéndose en hacer del feto un catador, como McEwan, de Sancerres y Pouillys. Hay dolor existencial, genética recreativa, un asesinato (que Woody Allen filmaría de inmediato), justificadas pero aquí innecesarias diatribas a nuestro mundo decadente, y sobre todo un poderoso contraste entre la posibilidad de vida inteligente por venir y la realidad de una vida majadera que vino ya hace tiempo para quedarse. Y hay imágenes brillantes (“encorvado sobre ellos como un filatélico paciente”, “sus dedos en orden decreciente, como niños en una foto de familia”) y, marca de la casa, técnica sofisticada y una elegante narrativa meticulosa en la que la vida cotidiana va volviéndose una intrincada madeja de sentimientos y trances anímicos que la novela deshace con aviesa precisión.

McEwan es inmenso porque nos abduce descubriéndonos precisamente el desor­den natural de las cosas

Es muy posible que McEwan sea el autor más en forma de la mítica generación Granta. Swift o Coe son grandes pero han perdido relevancia; y Amis y Barnes son gigantes pero más irregulares. McEwan, que es capaz de exhibir la desenvoltura de un narrador que no escribe desde el confort de la renta del prestigio, sino desde la ilusión en apariencia primeriza que le insufla el mero reto narrativo, es sinónimo de consistencia. Un maestro con vocación de aprendiz. No pretende estar de vuelta de nada y siempre crece, sorprende y deslumbra. Cáscara de nuez, en traducción magnífica, parece un ejercicio de estilo con forma de thriller, algún apetitoso escarceo metaficcional y un punto de vista provocador, pero es otra indiscutible lección de literatura. Un escalofriante vodevil metafísico, un drama con retranca (y varias dosis de etilenglicol y de desazón de un maduro varón europeo llamado Ian y disfrazado de feto), el discurso de un nonato redicho acerca de la condición humana, del mundo y de su derrotero a partir del pretexto de un burdo asesinato. Mirar la vida desde su antesala conduce a ver la muerte inevitable, física o moral. Y parece que ya atormenta pensar la vida antes de vivirla, adivinar que el delito mayor del hombre es haber nacido. Nueva lectura irónica de lo ominoso y un regreso cómplice y burlesco a sus primeros relatos, macabros y claustrofóbicos. Inteligencia imprescindible.

Cáscara de nuez. Ian McEwan. Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama, 2017. 217 páginas. 18,90 euros

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