La revolución inacabada
El romanticismo significó la renovación de la música y la ironía narrativa, pero también el impulso inicial de las ideologías totalitarias
En la Fenomenología del espíritu, Hegel dedica uno de sus dardos más crueles contra los primeros románticos, que, al fin y al cabo, fueron los más lúcidos entre sus contemporáneos. Con desdén, compara su contribución a la filosofía moderna, en pleno entusiasmo por la Francia revolucionaria de 1789 y la naciente identidad nacional alemana, con “una noche en la que todos los gatos son pardos”. Señalaba así una característica indeterminación que comparten los muchos romanticismos —no siempre afines y coherentes entre sí— que componen la tradición cultural europea de los últimos dos siglos, pues es verdad que los románticos son víctimas de sus afinidades electivas: vacilan entre la experiencia íntima y fragmentaria y el sistema, entre tradicionalismo y espíritu de innovación; y practican cultos incompatibles como la ironía, que borra las trazas del sujeto, y el genio; así como invocan la vieja sabiduría de los mitos sin renunciar del todo a la razón.
Pero ocurre que estas contradicciones también son las propias del individuo moderno, de donde cabe pensar que el Romanticismo es una revolución inacabada. Sus tribulaciones siguen siendo en gran medida las nuestras, lo que explica el prestigio de figuras de trayectoria equívoca, como Ernesto Che Guevara, y la casi universal adhesión que concita, generación tras generación, cualquiera que adopte el entusiasmo, el estilo o el aura románticos.
Lo romántico se asemeja a una koiné, una lengua común, y a un espíritu del tiempo. Genera una respuesta empática de certidumbre inmediata, como los versos de Emily Dickinson; o —por qué no— un rechazo visceral, sobre todo cuando el estilo se hace pomposo: ¿hay algo más cursi que Jünger cuando escribe que “no conoce el mar quien no haya visto a Neptuno”, o Heidegger cuando afirma que la piedra es más piedra en el Partenón?
Sin embargo, tanto en lo sublime como en lo ridículo, el romanticismo es lo nuestro, pese a que está históricamente determinado. Surgió de la experiencia dramática del sujeto emancipado, presente en la figura del artista que descubre su orfandad social al tiempo que su genio; o en ese poeta siempre asomado a algún abismo, rendido a la embriaguez o hundido irremediablemente en la locura. Caracteres patéticos que las almas bellas adoran: el revolucionario y el marginal, el héroe efímero, la enferma de amor, el caudillo carismático o el genio maldito. Curiosamente, buena parte del arte y la literatura románticos rara vez consiguen resolver ese malestar inconsolable que sus autores reconocen en el alma humana. No es casual que a su sensibilidad debamos tanto el descubrimiento de Shakespeare como esos flagelos contemporáneos: la ideología estética y la “religión del arte”.
El Romanticismo genera una respuesta empática de certidumbre inmediata o —por qué no— un rechazo visceral, sobre todo cuando el estilo se hace pomposo
Patrón inconfundible del romanticismo es la permanente nostalgia de una unidad y la armonía con la naturaleza, tal como las imaginó Rousseau. La perdida comunión entre hombres y dioses de la Grecia de fantasía que canta Hölderlin, o esa naturaleza de carta postal que describe Wordsworth y que reproducen incansablemente con sus fotos los turistas. Otro patrón es la exploración permanente de los límites de la experiencia, que llevó a la rebelión contra la regla del arte (y del gusto) y condujo directamente a la interminable sucesión de experimentos con que todavía se identifica el arte contemporáneo. Y la invención de un estilo de vida que imita al grupo formado en torno a los hermanos Friedrich y Augustus Schlegel, que inspiraron a todas las vanguardias que los sucedieron: mezcla de actividad de facción revolucionaria, espíritu de cuerpo y la firme consciencia de ser los primeros.
La herencia romántica es inmensa. Significó la renovación de la música y la ironía narrativa, sin la cual la novela como género no habría trascendido los límites del folletín. Pero también el impulso inicial de las ideologías totalitarias, el fascismo y el bolchevismo, que Isaiah Berlin rastreó de forma magistral en las ideas irracionalistas y antiilustradas de J. G. Hamann, y que son las mismas que hoy día animan la anacrónica reivindicación de las identidades nacionales y el sectarismo de muchos grupos minoritarios radicales.
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