El mapa del tesoro
La vanguardia rusa buscaba un arte que interviniera en la realidad. Varias exposiciones recopilarán este año sus propuestas
Cada domingo, Paul Cézanne emprende su paseo con un amigo de la infancia, el naturalista Antoine-Fortuné Marion, quien le explica la historia física de la tierra provenzal como una escena histórica. “La naturaleza es más en profundidad que en superficie. El aroma de los pinos, que es áspero al sol, debe desvanecerse ante el verde de los prados y el perfume del mármol lejano del monte Sainte-Victoire. Esto es”, escribe el pintor francés, “lo que hay que captar, y sólo con los colores”. La forma-color fue el gran descubrimiento de Cézanne, el equivalente del E=mc2 de Einstein, masas desintegradas y energía en una bella ecuación de volúmenes estáticos y en movimiento: la esfera, el cono, el cilindro. Cézanne fue el primero en plantear el cuadro como un ente con sus leyes propias. Su verdad del mundo real dio paso al cubismo y expandió sus límites hacia un tipo de abstracción que sólo los artistas rusos —con permiso de Mondrian— supieron ver.
En la Rusia de los años anteriores a la I Guerra Mundial, Moscú se había convertido en el mayor laboratorio de investigación y elaboración teórica. Mientras los riquísimos marchantes Serguéi Shchukin e Iván Morózov compraban a mansalva telas de Cézanne, Picasso y Matisse, intelectuales, poetas y artistas comenzaron a interpretar la lección cubista en la forma del rayonismo, el suprematismo y el constructivismo. El objeto revolucionario iba camino de sustituir la verdad del cezannismo.
De las numerosas exposiciones programadas por todo el mundo para conmemorar el centenario de aquel ímpetu revolucionario, tres son las que mejor explican sus raíces y frutos: el próximo 11 de febrero, la Royal Academy de Londres inaugurará Revolution: Russian Art 1917-1932, que competirá con la del Stedelijk de Ámsterdam, Constructing The New Man (inaugurada ayer). El MOMA hace suya A Revolutionary Impulse: The Rise Of The Russian Avant-Garde a partir de su propia colección, una retrospectiva en toda regla: el mapa del tesoro del abstraccionismo. El recorrido se abre con las primeras manifestaciones rayonistas (1909) de Lariónov y Goncharova, quienes, superando las lecciones del futurismo y el orfismo, lograron atrapar sobre el lienzo los últimos parpadeos de objetividad. Se exhiben sus telas de centelleantes geometrías junto a un ejemplar del extrañísimo y celebrado libro The World Backwards (1912).
Con Malévich sobrevino el desierto, “pero ese desierto está lleno del espíritu de la sensibilidad no-objetiva que todo lo penetra”, escribió. El premio estaba cerca: el cuadrado negro sobre fondo blanco abrió la pista hacia el suprematismo (1913), la geometría muerta como símbolo incontestable de la realidad. Todo lo que el arte había amado —el perro filosófico de Goya, el desayuno sobre la hierba de Manet, los melocotones de Cézanne— se había vuelto invisible. Sin representaciones ideales, sin las monótonas distracciones del mundo real, el supremo goce estético nacería en las playas del lienzo blanco.
El constructivismo de Tatlin, Gabo y El Lissitsky propugnó una nueva forma de belleza que terminaría teniendo las más amplias consecuencias en Rusia y en el extranjero. Los artistas sentían la exigencia de un arte que se insertara en la nueva realidad soviética. Recibieron encargos oficiales en las escuelas de arte, academias y museos. El grupo de Mayakovski, organizado en el LEF (Frente de Izquierda de las Artes), que agrupaba a las cubofuturistas (Bárbara Stepanova, Liubov Popova, Alexandra Exter), directores de cine (Eisenstein, Vertov) y de teatro (Meyerhold), fotógrafos (Ródchenko) y escritores (Bábel), entró pronto en contradicción con los suprematistas, que no deseaban ver ningún punto de contacto ente el arte y la vida práctica. En la muestra se incluyen portadas de libros y revistas, diseños de objetos “para una sociedad moderna” y, sobre todo, las máquinas, que asumían el carácter de una mitología a la altura de los iconos en la rusa zarista.
A partir de 1926, el triunfo del neoverismo soviético y la aceptación de un arte paternalista y rancio fulminaron el sueño de los artistas de vanguardia. La mayoría de sus artífices abandonaron el país y se diseminaron por Francia y Alemania, poniendo de manifiesto uno de los componentes integrales de la modernidad: la universalidad de la imagen.
A Revolutionary Impulse: The Rise Of The Russian Avant-Garde. MOMA. Nueva York. Hasta el 12 de marzo.
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