De mármoles y abismos
Mármol, de Marina Carr, ahora de gira por España, es una comedia amarga que fondea en aguas profundas. Soberbias interpretaciones
Mármol, de Marina Carr, comienza como una comedia de Yasmina Reza en clave onírica, pero acaba en la más negra noche: habla de corazones vacíos, de anhelos y miedos profundos. Hay que tener mucho temple y mucho valor, textual y actoral, para dar ese salto. Dos parejas: Ben (José Luis Alcobendas) y Catherine (Elena González); Anne (Susana Hernández) y Art (Pepe Viyuela). Ellos son ejecutivos y ellas encarnan ese eufemismo llamado “amas de casa”. Hombres y mujeres viviendo días idénticos y noches sin sorpresas. Cuatro corazones vacíos, desconocidos. Durante una cena, Art le dice a Ben que se ha acostado con Catherine en un sueño. Un sueño maravilloso, pleno, increíblemente real, nítido como un cuadro de Giorgio de Chirico. Art se siente de nuevo poderoso en esa habitación donde el mármol brilla, donde Catherine es deseo puro. Para él solo ha sido un sueño, pero Ben olfatea una catástrofe inminente. Corre a casa, necesita comprobar si Catherine todavía está allí. Cuando llega, ella le cuenta que ha soñado lo mismo: hacía el amor con Art en una habitación de mármol, un sueño del que solo recuerda el resplandor y un placer salvaje. Ansía instalarse en esa sensación porque ve signos de muerte en todas partes (“lo que nos mata es la vida que no vivimos”) y por fin le está pasando algo. Pensando en el título me vino a la cabeza la expresión anglosajona all the marbles, que viene del juego de canicas: ir a por todas, querer la bolsa entera. Ben no quiere hablar de esas cosas. No soporta que su mujer envejezca, aunque ni siquiera puede recordar el color de sus ojos, porque “cambian constantemente”.
Es un regalo ver a Elena González y Susana Hernández, dos espléndidas actrices; pese a su poderío, se prodigan poco en nuestros escenarios
Art y Anne hablan como si fueran personajes de Coward, recubriendo la vida con un barniz de frivolidad elegante. De repente, ella dice: “Tú vuelves a casa, los niños están sanos, yo estoy viva, pero últimamente encuentro la luz del día extraña, distorsionada, irreal”. Le cuenta que anoche hicieron el amor, pero Art no lo recuerda. Ann dice: “Si necesitas engañarme, hazlo, pero que yo no me entere”. Escucho a los cuatro y pienso en aquel razonamiento de Slavoj Zizek: “Es en los sueños donde nos encontramos con lo real traumático. No es cierto que los sueños sean para aquellos que no pueden soportar la realidad. Al contrario: la realidad es para aquellos que no pueden soportar lo real que se anuncia en sus sueños”. ¿Y qué sucede luego? Que los sueños insisten.
Escenografía: un mundo de cemento gris, un laberinto levantado por Mónica Teijeiro. La luz de Daniel Checa insinúa el brillo del mármol. Cuatro personajes con muchas revueltas, que te provocan atracción y repulsa, a los que no es fácil juzgar de un plumazo porque entiendes sus razones: o sea, intensamente dramáticos. Entre ellos hay silencios y máscaras de años, y luego una poderosa necesidad de contarlo todo. Diálogos rítmicos, ligeros, adensándose, cada vez con más afilados, más oscuros, más desesperanzados, que recuerdan al Albee más feroz. Para mi gusto, quizás al texto (o a la traducción de Antonio Guijosa y Marta Moreno) le falte una mano de lija: aquí y allá brotan frases altisonantes, demasiado escritas, que leídas me chirrían, pero en escena fluyen porque los cuatro intérpretes, también a las órdenes de Guijosa, las dicen con naturalidad, con pasión y urgencia; incluso debajo de esos chirridos saben mostrar la verdad que asoma los dientes como una alimaña.
La pieza, estructurada en dúos, sigue una progresión imparable, como un agua que se desborda: las tres últimas escenas (Catherine y Ann, Ben y Catherine, Anne y Art) son cada vez más duras, rozando lo asfixiante. Es un regalo ver a Elena González y Susana Hernández porque, pese a su poderío, se prodigan poco en nuestros escenarios. Dos espléndidas actrices con el ritmo de la comedia en la sangre, que pasan a la melancolía y al drama con un gesto, una mirada. Veo a Elena González, la escucho decir frases como “ya no puedo soportar lo prosaico de la vida” o “necesito irme mientras todavía te quiero” y pienso en La mujer zurda, de Peter Handke. Susana Hernández nos muestra con precisión el delicado equilibrio de Anne, siempre a caballo entre el pragmatismo y la nada, cuando cuenta lo que la mantiene alejada de subirse a la ventana. Y la manera de colocar, con una sonrisa, su tremenda definición del amor: “Un acuerdo entre desconocidos”. Coward, decía antes, y también Botho Strauss: hay algo muy alemán, gélido y ardiente, en esta función. José Luis Alcobendas es un actor ideal para personajes con mucha trastienda y mucho peligro. Para dibujar a Ben le basta la dureza de sus ojos, una respiración contenida, su existencia en pocas palabras: “Un viaje sin sorpresas pero sin amortiguadores”. El gran Pepe Viyuela es un Art que crece, duda, decide: su amarguísimo y lúcido monólogo final en el careo con Anne es toda una lección. Mármol acabó ayer en el Valle-Inclán, pero sigue de gira por toda España. No hay que perdérsela. Feliz año y feliz teatro.
Mármol, de Marina Carr. Director: Antonio Guijosa. Intérpretes: José Luis Alcobendas, Elena González, Susana Hernández, Pepe Viyuela. Próximas funciones: 6 de febrero, teatro Tomás y Valiente (Fuenlabrada); 12 de marzo, teatro Francisco Rabal (Madrid); 19 de marzo, teatro Carlos III (El Escorial).
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