Otra Ilustración
El pensador transitó de la combinatoria a la razón, de la razón a la armonía y de ahí a la singularidad del sujeto
Aquel sapere aude, atrévete a degustar las aventuras del conocimiento autónomo, que Kant (1724-1804) propuso como ideal de la Ilustración había sido ya practicado hasta la extenuación por Leibniz (1646-1716) durante toda su vida en proyectos, experimentos, hipótesis, demostraciones, anticipaciones, en todos los terrenos de la ciencia de la época.
La historiografía se ha encargado de glosar la polifónica obra del filósofo. No será necesario detenernos en ello. Sólo se enunciará el aspecto que vertebra y da unidad a todo su quehacer: por una parte, la razón —no la religión— como principio del conocimiento, y el lenguaje —la ciencia— como instrumento de la razón; pero al mismo tiempo la ciencia y su desarrollo al servicio de la ilustración, el progreso y la felicidad de los sujetos. En efecto, entre otras cosas, Leibniz fue el primer nanotecnólogo de los conceptos, el primer microscopista de los símbolos, el primer semiólogo moderno. Tras las huellas de Aristóteles, Leibniz intuyó desde niño que “vivimos en el lenguaje”; que el lenguaje “modula” la razón y “construye” la ciencia; pero al mismo tiempo nuestra aventura terrenal “vive en comunión existencial con las cosas mismas antes de pensarlas y resolverlas en símbolos, en palabras, en ecuaciones”. En 1675, tras descubrir el algoritmo infinitesimal y el cálculo binario, profetizaba: “Algún día, después de muchos siglos, razonar rectamente no será más meritorio que calcular secuencialmente grandes números”.
Por debajo de la ciencia necesaria anidan las vivencias y los derechos de los humanos, que jamás deberían ser violados. Esta doble dimensión de la vida y de la ciencia era lo que él llamaba la Ciencia General para el progreso y la felicidad del género humano. “La justicia”, solía decir, “es la caridad del sabio; y la sabiduría, la ciencia de la felicidad”.
Leibniz fue el primer nanotecnólogo de los conceptos, el primer microscopista de los símbolos, el primer semiólogo moderno
Esta exigencia de vivir en el pensar llevó a Leibniz a remontarse desde los big data del cálculo al Big Bang de todo discurso acerca del mundo y de las cosas: el principio de razón. “Dar razón de las cosas” parece ser la última instancia de nuestra condición mental. Ahora bien, lo mismo que el pintor descubre en la naturaleza la gama infinita de los colores y el contraste entre lo claro y lo oscuro, o el músico las bellas disonancias, nuestra razón descubre la infinita variación de bienes y de males, de alegrías y dolores, de ejemplos admirables y de acciones deleznables. Por eso, pensaba Leibniz, la ciencia ha de liberar al hombre de la ignorancia y las supersticiones, pero con la condición de que la razón técnica o instrumental respete y sea guiada por la razón universal. Es, pues, la ciencia, la Ciencia General —ahora la razón práctica—, la que ha de permanecer al servicio de los intereses que más humanizan al ser humano.
Leibniz nos lleva de la combinatoria a la razón, de la razón a la armonía, y de la armonía infinita a la singularidad de cada sujeto. La suya habría sido, seguramente, otra Ilustración, de la que esperemos algún día podamos disfrutar.
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