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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Uno, dos y tres: de cine

Hacía tiempo que no traía a este añoso Sillón de Orejas libros de cine, de modo que permítanme que hoy me refiera a un par de ellos

Manuel Rodríguez Rivero
Cartel de 'La humanidad en peligro', de Gordon Douglas.
Cartel de 'La humanidad en peligro', de Gordon Douglas.

Uno

En no pocas películas estadounidenses de ciencia-ficción de posguerra, cuando los grandes estudios secundaban con entusiasmo la histeria anticomunista de la época, se utilizaron con liberalidad los efectos de sonido ominosos o alarmantes para anunciar la aparición en pantalla de los invasores, fueran estos de origen extraterrestre o insectos mutantes procedentes de experimentos nucleares. A veces tenían un origen artificial, como los que producía el theremin o eterófono, un magnífico instrumento electrónico cuya invención “soviética” (1919) fascinó a Lenin y que, más tarde, los compositores Miklós Rózsa y Bernard Herrmann utilizaron, por ejemplo, en sendas grandes películas de Billy Wilder (Días sin huella) y Alfred Hitchcock (Recuerda), ambas estrenadas en 1945, para subrayar, con sus sonidos perturbadores, la tentación del alcohol o la inestabilidad emocional de sus protagonistas. Sin embargo, a mí siempre me resultaron más inquietantes los efectos sonoros creados por la mezcla distorsionada de sonidos naturales, incluyendo la voz humana. En ese sentido, mi zurrido ominoso favorito es el que anuncia la aparición de las destructoras hormigas gigantes (comunistas, sin duda) en La humanidad en peligro (Them!, Gordon Douglas, 1954): un insidioso y penetrante silbido logrado a base de mezclar los cantos (no siempre armónicos) de distintas variedades de pájaros carpinteros, zorzales y hasta de reinitas encapuchadas (Wilsonia citrina). Un sonido desasosegante y taladrador que persiste en el cerebro del espectador hasta mucho después de que la pantalla haya virado a negro.

Mercedes Milá, presentando 'Convénzeme'.
Mercedes Milá, presentando 'Convénzeme'.Jaime Villanueva

Dos

Sin duda, se trata de un prejuicio (y muy culposo), pero ese de las hormigas gigantes es también el sonido que no puedo evitar escuchar por dentro cada vez que se cuela en mi (pequeña) pantalla la señora Milá (Mercedes). Y el mismo que percibí a lo largo de su nuevo programa Convénzeme “con z de Zweig” (y también de zafiedad). Se trata de un programa (en el canal BeMad) de y sobre libros en el que se proclama orgullosamente que los protagonistas son (como si nunca antes) ¡los lectores! Está grabado con teléfono móvil (hay pela de Samsung, entre otros) y todo rezuma aparentemente —como es habitual en el estilo de nuestra más conspicua presentadora de realities— naturalidad, espontaneidad, antielitismo, frescura. Lo que hay detrás, en mi opinión: una actitud agresivamente antiintelectual (en el sentido, por ejemplo, que le atribuimos a Trump), un desprecio a los profesionales de la crítica y, sobre todo, un monumento al “me gusta / no me gusta”, a los sentimientos viscerales y a la identificación con los personajes como supremos argumentos críticos (olvidando que, ya puestos, lo más eficaz es el auténtico boca a boca): “Del lector al lector, sin que nadie sepa más que nadie” es uno de los eslóganes del programa. Milá, una profesional del entusiasmo, necesita ser “convenzida” (y, la verdad, resulta muy fácil) y da cancha a quienes atribuye ese poder. Por supuesto que, como cree haber descubierto esta contumaz inventora de mediterráneos, el lector es, después del autor, la piedra angular del universo del libro: a ellos también va dirigida la crítica y las opiniones de cualificados profesionales que contextualizan y aclaran lo que el lector no tiene por qué conocer (incluidos los editores, los traductores, los agentes, los libreros); y con los que, desde luego, se puede o no estar de acuerdo (nota: a menudo la opinión negativa del crítico incita a leer el libro). Por lo demás, debo añadir que, si uno está en el mood adecuado, Convénzeme puede resultar hasta divertido (algo que —reconozcámoslo— no suele darse en los programas de libros), pero de puro patético: como ver una pegajosa peli de Pedro Lazaga en un día de lluvia y melancolía en el que se decide silenciar (por un rato) al lado izquierdo del cerebro. De nada por la publi, Mercedes.

Tres

Hacía tiempo que no traía a este añoso Sillón de Orejas libros de cine, de modo que permítanme que hoy me refiera a un par de ellos. Dejo aparte dos bios de calidad acerca de sendas estrellas masculinas: la de Jack Nicholson, de Marc Eliot (Lumen), y la de Woody Allen, de David Evanier (Turner), para comentar, por muy distintos motivos, los tres que conozco mejor. El imperio del miedo, de Antonio José Navarro, publicado por la siempre elusiva Valdemar, es un documentado y ameno ensayo acerca del cine de horror estadounidense posterior al 11-S (y luego a Lehmann Brothers), cuando el miedo y la paranoia permeabilizaron los espíritus y los dejaron preparados para la aceptación de una nueva hornada de películas de terror mucho más siniestra, claustrofóbica y moralmente desasosegante que sus predecesoras, y de las que la serie Saw podría ser el ejemplo. El cine al servicio de la nación, de Gabriela Viadero Carral (Marcial Pons), constituye un riguroso y eficaz repaso a esa “comunidad imaginada” de valores políticos, familiares, morales y religiosos que los aparatos ideológicos de la dictadura buscaron imponer a través del cine, desde 1939 hasta 1975. Por último, Kubrick en la luna y otras leyendas urbanas del cine, de Héctor Sánchez y David Sánchez (Errata Naturae), es un vademécum de algunas de las más curiosas anécdotas, bulos y leyendas protagonizados por las gentes del cine (estadounidense): desde cómo Errol Flynn, célebre por sus hazañas sexuales, tocó al piano sin utilizar las manos (¡adivinen!) You Are My Sunshine ante una atónita Marilyn Monroe, hasta el secreto que guardaba el maletín de Marsellus Wallace (Ving Rhames) que Jules (Samuel Jackson) enseña al pringao de Pumpkin (Tim Roth) en Pulp Fiction, pasando por las veleidades satanistas de Jane Russell o por las putadas que, en el rodaje de Qué fue de Baby Jane, se infligían sin parar Joan Crawford y Bette Davis.

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