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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La noticia perfecta

No me he atrevido a encender la televisión. Temía que las noticias del terremoto en Amatrice hicieran temblar los recuerdos

Miembros de los servicios de emergencia continúan con las labores de búsqueda de víctimas del terremoto en Amatrice (Italia).
Miembros de los servicios de emergencia continúan con las labores de búsqueda de víctimas del terremoto en Amatrice (Italia).ROBERTO SALOMONE (EFE)

No me he atrevido a encender la televisión. Temía que las noticias del terremoto en Amatrice hicieran temblar los recuerdos. Y que sacudieran las emociones. Se me amontonaban de forma arbitraria las experiencias de “coberturas sísmicas”. Brutales, justicieras, como la de Turquía en 1999. O tan específicas en la crueldad y en el dolor como aquella de San Giuliano di Puglia, donde los bomberos extraían inertes a los niños de una escuela sepultada por los escombros. Y se los entregaban delicadamente al regazo de sus madres, sobrecogidas y desgarradas como una pietà de Caravaggio. Me daba miedo poner el telediario, sentir el desmayo de la tierra sin tierra, escuchar el responso burocrático del santo padre, percibir otra vez el sollozo de la piedras. Y he dilatado el momento hasta que me ha constreñido a hacerlo la responsabilidad profesional. Ponerse al día, actualizar la información, levantar acta del cadáver, reconocerse como un cirujano aséptico delante de la noticia perfecta. Perfecta por la cercanía geográfica y cultural. Por el espectáculo que proporcionan los ronquidos de Dios. Por la tierra abierta en canal a semejanza de una fosa común. Por la incredulidad que anestesia los antiguos debates. Y por el cínico equilibrio informativo entre el dolor y el alborozo. Muertos, vivos y resucitados. Soldados que rescatan con vida a un bebé dormido. Y a un cachorro de Golden. Escenas extremas que las cámaras y los periodistas acordonamos en un plató al aire libre, acaso provistos de mascarillas para que el polvo de las piedras antiguas no desluzca la crónica ni el directo. Siente uno temblores en las cicatrices y se pone uno sentimental a los pies del campanario hecho añicos. Será porque mi hijo nació en los Apeninos y porque el desmoronamiento del Aquila como si fuera un decorado de cartón piedra en la tragedia de 2009 obliga evocar la lucidez de Ariosto, igual que sucede ahora en la tragedia amatriciana: “cayeron culturas, se desmoronaron imperios, desaparecieron ciudades, y vosotros humanos, os creéis inmortales”.

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