Rastro
Giorgio Agamben reflexiona en su nueva obra sobre la supervivencia de la literatura y el arte entre nosotros

Gershom Scholem, en una de sus recopilaciones de antiguos relatos hebreos, nos ofrece uno, a través de Yosef Agnón, muy aleccionador, por el que nos cuenta cómo Baal Shem, cada vez que tenía un problema, iba a un punto del bosque, encendía un fuego, rezaba las oraciones pertinentes y resolvía la cuestión. En vistas al resultado, sucesivos herederos seguían practicando el protocolo, pero, cada vez, mermando algunas de las operaciones propiciatorias originales del sabio jasidista, pues al primero se le había olvidado el lugar del bosque; al segundo, además, encender el fuego; y, por si fuera poco, al tercero, las oraciones, sin que por eso dejaran de obtener el benéfico resultado que apetecían. Despojado ya de todo formulismo, el último, Rabi Israel de Rischin, sin moverse de su sitio, se dijo: “No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de recitar las oraciones y no conocemos siquiera el lugar en el bosque: pero de todo esto podremos contar la historia”. Y, a pesar de los pesares, el sortilegio también funcionó.
Con esta cita comienza el pensador italiano Giorgio Agamben (Roma, 1942) su ensayo titulado El fuego y el relato (Sextopiso), recién traducido a nuestra lengua, lo que le da pie al autor para reflexionar sobre la supervivencia de la literatura y el arte entre nosotros, que hemos perdido la memoria de casi todo. Que nuestro despojamiento haya sido todavía mayor que el de nuestros ancestros, pero, aun así, que sigamos contando historias y creando arte, le anima a Agamben a acrecentar su esperanza sobre el potencial del arte sobre un terreno aparentemente yermo. Bueno; parece decirnos el filósofo italiano, de, entre las ruinas, restan algunos yerbajos, que mantienen la promesa del florecer. Entre los dos extremos, el metafórico del “fuego”, asociado con el “misterio” (aún explícitamente nombrado por Platón como el don de la inspiración poética cuando esta es producida como “zeia manía”, que en griego significa “posesión o arrebato divinos”), y el secularizado “relato”, que certifica cómo aquél se perdió irremisiblemente, hay, no obstante, todavía, un hilo o sonda que le permiten al hombre medir la distancia que lo separa del misterio. “Esa sonda es la lengua”, añade Agamben, y es sobre ella “donde los intervalos y las fracturas que separan el relato del fuego se marcan implacablemente como heridas”, porque, a la postre, “el fuego y el relato, el misterio y la historia son los dos elementos indispensables de la literatura”.
El propio Agamben, citando, en este caso, al pensador francés Gilles Deleuze, y, en concreto, la conferencia que pronunció éste en París en marzo de 1987 con el desafiante título de “¿Qué es el acto de creación?”, nos comenta que lo define como “un acto de resistencia”, luego apostillado con el comentario de que resistir, mediante una obra de arte, significa siempre liberar una potencia de vida que había sido aprisionada u ofendida. Sin meterme en más berenjenales y, por supuesto, sin dirimir aquí lo que dice al respecto un filósofo del otro, me parece colegir de ambos que el remontarse hasta lo desconocido, hasta el misterio, el fuego mismo, es el oficio del poeta y de todo artista que se precie, en una era que todo se mide en términos de “información” y de “productos”. No poder descifrar por completo una obra de arte implica, todavía hoy, el sutil nexo entre el fuego y el relato, y es, en fin, la señal de cómo el progreso artístico avanza hacia atrás; es retrocesivo: sigue plegado al origen. Hay que seguir su rastro.

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