Victoria Ocampo: casi un mundo
Una buena antología rescata la brillante y desordenada obra de la intelectual argentina
Ha sido una excelente idea recoger en un volumen buena parte de la Autobiografía póstuma de Victoria Ocampo (1890-1979), cuyos seis tomos (escritos en los primeros años cincuenta) se dieron a conocer entre 1979 y 1984, al lado de una muy breve selección de sus Testimonios, título general que dio a sus colecciones de artículos. En 1991 Francisco Ayala había publicado una inteligente abreviatura de la primera y en 2002 se dio a conocer la biografía clásica de María Esther Vázquez (Victoria Ocampo. El mundo como destino), minuciosa e inteligente. Con mucha razón escribió Ayala que estorbaron su posteridad “su alta posición de gran señora” y, sobre todo, aquel “estar al margen o por encima” de las cosas en virtud de su posición de “aficionada y mecenas”. El responsable de la presente antología, el poeta y crítico Carlos Pardo, ha hecho una buena selección (están completos los mejores volúmenes de las memorias, La rama de Salzburgo, Viraje y Figuras simbólicas), ha escrito un prólogo demasiado breve y puede que haya suscitado un equívoco al elegir el título de su libro: Darse. Autobiografía y testimonios.
“Darse”, en el sentido habitual del término, no fue la virtud de Ocampo, ni en lo que toca a la entrega personal ni a la intelectual. Detrás de todo mecenas suele haber el orgullo de sumarse a la creatividad ajena: nunca es fácil diferenciar la generosidad de alguna forma de soberbia. El soberbio acepta la condición ancilar porque, como escribe Ocampo, tiene “una necesidad de compartir mi entusiasmo o mi indignación por cuanta persona caía a mano”. Leía compulsivamente y con inteligencia, pero siempre necesitaba una apropiación del escritor dilecto: “La gloria me parecía un momento indispensable de la felicidad”. Y aunque ella se acuse, con razón, de “delirante culto al héroe”, lo que prevalece es “el deseo de probarme a mí misma que el ídolo merece la idolatría”. A Tagore —cuya obra conoció en 1914, a través de las traducciones francesas de Gide— le recibió en Buenos Aires con ánimo de disfrutarlo en exclusiva: ella misma habla de “absorción”. Al director de orquesta Ernest Ansermet le hizo hablar “horas y horas” de sus conceptos musicales, pero también de Stravinski, Diaghilev, Nijinski, Misia Sert, Ramuz y Cocteau…
El coleccionista ha de ser digno de sus presas. En una carta adolescente a su amiga Delfina Bunge, le pide “un poco de amistad para mí […] ¿Querés ser amiga mía? ¿Querés escucharme?”. En 1916, cuando Ortega llega a Argentina, el conferenciante sucumbe al encanto de su “Gioconda austral” (como la llamó, un tanto cursi). Y ella apunta algo después: “Yo le había propuesto a Ortega una amistad, con el ímpetu infantil con que decía en mi infancia a los chicos con que jugaba: ‘Voulez vous jouer avec moi?”. Durante años no se hablaron. En 1931 Ocampo le confesó que su corazón estaba frecuentemente “acaparado por seres que mi inteligencia combatía” y que, más de una vez, “las traiciones de mi carne a mi inteligencia y de mi inteligencia a mi carne me han empujado al reino del espíritu […], algo que para existir exige el combate”. Nada más lejos de las vanidosas pretensiones del caballero español que aquella voluntad transgresora que, en punto a varones, solía conducirla a terrenos peligrosos. La relación de Ocampo con el filósofo báltico Hermann von Keyserling, un meteoro de la época y una vacua especie de totalitarismo espiritual, también salió mal pero no tardó en saber que aquel hombre maduro, con aire de tártaro, era un “glotón y un borracho”. Su atracción por la fuerza oscura era irresistible: admiraba a Coco Chanel, su modista en París, porque dominaba a los hombres y tenía amores cortos; le fascinó T. E. Lawrence por los oscuros motivos de su renuncia a la notoriedad. Y convirtió en su amante a Drieu la Rochelle, el prometedor escritor francés, fascista irredimible y suicida. “¿Por qué extraña aberración admirabas los defectos que no tenías?”, le pregunta póstumamente al evocar cómo ambos pasaban de la “pasión amorosa” a “la ternura desgarradora”.
Todo lo hizo con admirable empeño y sin cálculo alguno: fue adúltera en una sociedad muy conservadora y fue intelectual en una época de sospecha sobre ese género; renunció a la maternidad por razones que explica demoradamente y que incluyen un precioso comentario al fascinante soneto XIII de Shakespeare. Supo también de la insatisfacción por su trabajo: su prosa es precaria a menudo (escribió en francés e inglés antes que en español), su exposición es brillante e impulsiva pero repetitiva y desordenada. De su obra dijo que “la piedra preciosa existe. Yo no soy dueña de ella sino una depositaria momentánea, pero la piedra está cubierta de ganga y probablemente (ya puedo decir seguramente) nunca conseguiré limpiarla para que brille”. Por eso, en 1931, dedicó su fortuna ya algo menguada y sus esfuerzos a la fundación de una revista, Sur, donde escribirían sus amigos. Se editó hasta 1992 y contribuyó a poner a América Latina en el primer plano cultural del mundo. Vale la pena conocer a Victoria Ocampo en estas páginas “de alumbramiento, de confesión general”, pero que también —la soberbia prevalece siempre— responden al “deseo de tomar la delantera a posibles biografías futuras”.
Darse. Autobiografía y testimonios Victoria Ocampo Fundación Banco Santander Madrid, 2016 536 páginas. 20 euros
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