Mueca y risa de El Bosco
El artista fue un rebelde, un iconoclasta, un genio irreverente e incomprendido
Hay que llegar lo más temprano que se pueda al Museo del Prado para ver la exposición de El Bosco. Hay que llegar cuanto antes y concentrarse en las obras que no pertenecen al museo. Las otras, algunas de las más importantes, están siempre allí, presencias reales en el sentido de George Steiner y en el de Philip de Montebello, el antiguo director del Metropolitan de Nueva York. Le preguntaron a Montebello hace unos años que para qué sirven los museos en una época de acceso instantáneo y global a todas las imágenes, y él contestó, con el aplomo que le caracteriza, que los museos sirven justamente como guardianes de la presencia real de la obra de arte, su materialidad precisa, su irreductible singularidad. Pero quienes estamos acostumbrados a frecuentar sin apuro las obras de El Bosco que se hallan siempre en Madrid tenemos mucho que aprender y gozar al verlas en compañía de otras llegadas desde fuera, no solo pinturas de su autoría indudable, sino también obras de taller y copias o imitaciones de discípulos, y también dibujos, bocetos prodigiosos de alguien que no sabíamos que era tan buen dibujante, grabados de cuadros perdidos, miniaturas de libros de horas en las que pululan por los márgenes muchos de esos monstruos y fenómenos que no nacieron de su “imaginación desbordante” —hay palabras y adjetivos unidos como por un velcro—, sino que pertenecían a los vocabularios burlescos y simbólicos comunes durante su vida.
La gran virtud de la exposición del Prado, y del catálogo que la acompaña, es que nos permite admirar el talento y la rareza de El Bosco en el interior de la cultura precisa en la que surgieron, no con el anacronismo complaciente de imaginarlo como un adelantado del surrealismo o del psicoanálisis. Es halagador pensar que El Bosco fue un gran pintor porque anticipó nuestro tiempo y nuestra sensibilidad en vez de representar los suyos; porque fue un rebelde, un iconoclasta, un genio irreverente e incomprendido, quizás un lunático. Un “adelantado a su tiempo”.
Pero es muy probable que una parte de lo que distingue a El Bosco no sea su modernidad, sino precisamente su relativo anacronismo. Nació después que Piero della Francesca y es más o menos contemporáneo de Durero y Leonardo da Vinci. Pero, si comparamos su mundo visual con el de ellos, nos da la sensación de que El Bosco pertenece a una época bastante anterior. Y no se trata de la diferencia cultural entre Italia y los Países Bajos. El Bosco también parece anterior a pintores holandeses que en realidad vivieron antes que él, Van der Weyden, Van Eyck. Los cánones renacentistas de la perspectiva geométrica rigurosa le son ajenos. Y en sus obras conservadas no hay rastro de una de las grandes invenciones de la pintura holandesa e italiana de su tiempo: el protagonismo de la individualidad en el retrato. Es una ausencia estética, pero también social, de mercado y clientela. El Bosco no recibe encargos de patronos interesados en perpetuar y en publicitar en primer plano sus rasgos personales. Cuando retrata a un cliente, lo hace a la manera antigua, piadosamente arrodillado en el margen de una obra votiva, a una escala más pequeña que las figuras principales. El Bosco, aunque trabajó a veces para grandes patronos, pertenecía a un mundo relativamente provinciano, a una ciudad próspera pero no hegemónica, a una forma de entender la vida y el oficio de la pintura muy anclada en las tradiciones tardomedievales. Ser pintor no era una elección personal, sino un destino de artesano. Igual que otros nacían en familias de tintoreros o de carpinteros, El Bosco había nacido en una familia de pintores. Su casa y probablemente su taller estaban en la misma plaza en la que se celebraban los mercados. Desde muy pronto perteneció a una de esas fraternidades a la vez cívicas y religiosas que eran uno de los ejes de la vida comunitaria. Y su imaginación y su religiosidad estaban arraigadas en rituales colectivos y sistemas de creencias populares que nos resultan mucho más exóticos porque no han quedado muchos registros de ellos en la tradición cultural: las procesiones en las que se mezclaba lo litúrgico y lo pagano, la poesía oral, las atracciones de feria, los sermones apocalípticos de los predicadores, los desfiles y las máscaras de carnaval, los refranes y dichos, las celebraciones del calendario agrícola, la imaginería de los juegos de naipes, las estampas devotas o grotescas que empezaba a difundir la imprenta.
Como atestiguó Mijaíl Bajtín, la cultura visual y literaria del Renacimiento impuso en las artes una separación jerárquica entre lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, lo cultivado y lo vulgar, que hasta entonces no había existido. El Bosco nos desconcierta y nos seduce porque su mundo es todavía el de la gran sobreabundancia medieval, el de la simultaneidad y la yuxtaposición de todo. Al cuerpo idealizado y heroico del Renacimiento contrapone el cuerpo terrenal, imperfecto, vulnerable o grotesco, el cuerpo trastornado por la bebida o por la lujuria, el que orina y defeca, el que sirve igual para el éxtasis que para los tormentos infernales. El Bosco retrata el caos pavoroso y el júbilo descontrolado del mundo y a la vez su inapelable orden sagrado, regido por la caída y la condenación. En los cuadros renacentistas, los personajes se organizan como estatuas o como figuras de danza en la cuadrícula inteligible del espacio. En El Bosco se arremolinan, se estrujan, se amontonan, como en la bulla sudorosa de una fiesta popular. Junto a la cara serena y pensativa de Cristo se acumulan los ceños feroces de los sayones que lo martirizan y lo despojan. A un lado de un panel está el Niño Jesús que juega con un molinillo y empuja un andador; en su reverso, el Cristo adulto se derrumba bajo la cruz en el camino hacia el Gólgota mientras unos soldados flagelan al mal ladrón y un fraile confiesa al bueno. La Creación y el Jardín del Edén y la Expulsión de Adán y Eva y el Juicio Final y los fuegos del Infierno suceden a lo largo de los tres paneles de un retablo con la circularidad de una danza de la Muerte. El origen del mundo y el final de los tiempos ocurren a cada momento. Mientras los Reyes Magos adoran a Jesús recién nacido en una cabaña que sería tan familiar en el paisaje para los contemporáneos de El Bosco como para nosotros una gasolinera, desde la penumbra del interior se asoma con una media sonrisa el Anticristo del Apocalipsis. Los pájaros y los peces tan exactos como ilustraciones de un naturalista parecen por eso más fantásticos, en medio del torbellino de El jardín de las delicias, que las torres de pórfido rosa o las criaturas infernales. San José pone a secar los pañales del recién nacido cobijado junto a una hoguera y mientras tanto, al fondo, un hombre se dirige a un prostíbulo tirando de un burro sobre el que va sentado un mono. Hay que llegar cuanto antes al Museo del Prado para no perderse un pormenor, una pincelada, una veladura, el escalofrío teológico y la carcajada de El Bosco, la risa en los huesos.
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