Bechara, los gatos y la gloria
Egoteca es un neologismo que alude no tanto a hablar de uno mismo como de los artículos o trabajos que uno ha realizado. Y he cedido a la tentación. Con un motivo musical justificado. Que es el sarcástico homenaje a un compositor franco-libanés al que frecuenté en París. Lo hice constar en un bestiario que apareció hace un año. El tigre mordió a Cristo, se titulaba, se titula. Y figuraba, figura, entre las criaturas antropomórficas un tipo bastante genuino, pero al mismo tiempo arquetípico del compositor más o menos parasitario y victimista del sistema. Bechara se llamaba, se llama. He aquí su retrato.
"Creo que Bechara se alimentó de comida para gatos. De otro modo, no le hubiera sorprendido abasteciéndose en un supermercado de París, objetando entre incontrolables sudoraciones que el género adquirido era para una vecina de la finca urbana donde vivía. Las aclaraciones lo delataron. No se me hubiera ocurrido relacionar la carne de gato con la dieta de Bechara. Que era un hombre horizontal. Y que tenía siempre problemas de peso y de dinero, probablemente por haber dilatado en exceso el victimismo de un libanés exiliado en París. Se habían apiadado de él cuando llegó a la capital francesa, ignorando sus “patrocinadores” que Bechara no había estado nunca expuesto ni a la guerra ni a las necesidades, pero jamás despejó el malentendido. Le convino para acomodarse como artista represaliado. Porque era compositor.
Semejante oficio constituía uno de los pormenores más atractivos de su personalidad, aunque a Bechara siempre le agradó reivindicarse como cristiano maronita. Entendía que iban a tolerarlo mejor. Y que los círculos intelectuales apreciarían la obra del apátrida, el dolor de la tierra perdida, la nostalgia de la otra orilla del Mediterráneo, mientras Beirut implosionaba. Bechara, más que marcharse, se evadió. Pensaba que un compositor tendría mejores opciones en la vanguardia parisina. Aunque el no fuera un vanguardista. Era un sensacionalista. Un músico pretencioso que no se delataba tanto en sus obras como en la manera de titularlas, en plan, Canto por la humanidad, Cordilleras de la esperanza, etc. No digo que las obras se llamaran así. Podrían haberse llamado así en alusión a la grandilocuencia de su autor. Que comía pienso de gato, con excepción de los convites en que contrariaba su dieta. Muchas veces invitado con el exotismo que procuraba un libanés represaliado en una kermese que pudiera catalogarse de cosmopolita.
Y era entonces cuando Bechara accedía a su edén. Por la barra libre. Y por las hermosas mujeres que él mismo magreaba con la vista. O lo que iba quedando de ella, pues las monturas de gafas de pasta sujetaban con esfuerzo el espesor de las lentes. Acaso cobrándose el tiempo que Bechara permanecía escribiendo en el silencio de su apartamento. Que no era suyo, el apartamento. Ni el silencio era tampoco una atmósfera premeditadamente propicia o propiciatoria a la creación, sino una manera de evitar que su casera lo detectara. Porque debía dinero. Mucho dinero, de forma que sableaba a los amigos más allegados cuando la emergencia llegaba al extremo (o a la amenaza) de una evacuación judicial. Bechara desempeñaba entonces el papel de artista incomprendido. Adquiría la impostura de un bohemio ucrónico. Esgrimía a la casera sus contratos profesionales, algunos de ellos vinculados a orquestas de buena reputación, aunque fuera como el peaje a los compromisos diplomáticos. Quedaba bien que una institución parisina confiara un estreno a un compositor libanés. Y gustaba incluso a los espectadores, pues Bechara escribía con eficacia y oficio, reconozcámoslo, abjuraba del hermetismo y de la escuela de Darmstadt, reconozcámoslo también, pertenecía a la vanguardia tolerable, aunque estaba claro que lo despreciaba Pierre Boulez y cualquiera de sus epígonos en cuanto un compositor comercial. Comercial, relativamente, señores. De haber sido comercial, Bechara no hubiera sido sorprendido comprando carne para gatos en un supermercado.
Gato no tenía Bechara. Bechara tenía hambre, por mucho que su aspecto orondo y hermoso contradijera la precariedad de su despensa. No le gustaba a Bechara. Ni la precariedad de su despensa, ni el pienso de gato, ni su propio aspecto. Lo defendía con simpatía y paciencia, incluso aspiraba a cierta coquetería con sus foulards y chaquetas de cuadros, pero el esfuerzo no terminaba de convencer a las señoritas que cortejaba anunciando el estreno absoluto de una obra suya en la Salle Pleyel. Pongamos, y es un poner, El horizonte de los desheredados. Decidía entonces disciplinarse a una dieta extrema. Caminaba afanosamente para ponerse en forma. Afanosa y nocturnamente, pues tenía la impresión -con razón- de que la casera montaba guardia en el entresuelo para sorprenderlo en cualquier desliz que permitiera atrancar la puerta de acceso a un apartamento cuya mayor gloria consistía en un piano vertical. Eludía tocarlo Bechara. Y no porque sus dedos fueran demasiado gruesos, que gruesos eran, sino porque evitaba delatarse. Como inquilino y como pianista, asumiendo que su vida, en cierto modo, era una impostura. Y que su futuro estaba en componer bandas sonoras para Hollywood, siempre y cuando no decidiera patrocinarlo alguna fortuna libanesa instalada en París ¿No es eso lo que ocurrió? Creo que sí. Y creo que Bechara sigue comprando pienso de gatos. Porque tiene unos cuantos de buen pedigrí defendiendo su honor y su hambre antigua".
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