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James Levine, insustituible

Tenía uno pendiente escribir sobre James Levine, incluso evocar una reciente visita a su camerino del Met. No estaba el maestro porque anduvimos a deshora, pero tuve la sensación de violentar un espacio privado. Un sofá de piel burdeos. Un piano cuyo cordaje ha repasado el repertorio universal. Unas flores recientes. Unas fotos antiguas.

Y unos raíles que comunicaban el camerino con el foso. Se lo construyeron a medida de sus limitaciones para que pudiera desplazarse con su silla eléctrica hasta el sitial de la orquesta. Y colocarse en el único lugar de la Tierra donde lograba hacerse extracorpóreo, sobrepasando el tormento físico -los dolores de espalda lo habían esclavizado- y el mal del Parkinson que se le ha diagnosticado, forzándolo a asumir que no es capaz de sobrellevar más tiempo en sus espaldas el teatro más grande del mundo.

A Levine se le puede y se le va sustituir, pero es insustituible. No existe un sucesor capaz de asumir sus funciones, su compromiso artístico, la relación orgánica que ha establecido con el Met en un vínculo de dimensiones hiperbólicas. Tan hiperbólicas que ha cruzado el umbral de las 2.500 funciones. Nadie ha alcanzado esa cifra. Nadie la alcanzará nunca, aunque se antoja demasiado restrictivo convertir a Levine en un referencia estadística y en un recordman.

De otro modo, habría cumplido cuatro décadas como director musical absoluto del Metropolitan. Le ofrecieron el cargo en 1975 entre suspicacias de escaso fundamento. Que si era judío. Que si era norteamericano. Semejantes evidencias sobrentendían, claro, un ejercicio de discriminación positiva, más o menos como si Levine no estuviera a la altura de Bernstein y hubiera accedido al cargo por las presiones y el chauvinismo del lobby cultural predominante.

Se han demostrado improcedentes tales especulaciones. El mérito de Levine no fue llegar al puesto, sino conservarlo. Aumentar su poder (se convirtió en director artístico en 1986), granjearse una fama insólita entre los cantantes de ópera. Que lo adoran hasta en privado. Y que siguen haciéndolo porque Levine los conduce en volandas por el camino de la esencialidad y hasta de la exclusividad. Es verdad que aceptó el puesto en la Sinfónica de Boston, como es cierto que asumió la batuta de la Filarmónica de Múnich, pero el hábitat de Levine ha sido siempre el foso del Metropolitan.

Lo prueban las 8.000 horas de vuelo que ha dirigido en directo -ensayos excluidos-, las 33 veces que ha abierto la temporada, las 82 funciones que dirigió de Otello -tantas de ellas con Plácido Domingo-, las 13 óperas que nunca se habían concebido en el Met -de Idomeneo de Mozart al Benvenuto Cellini de Berlioz- y su compromiso con la vanguardia. Viene a cuento señalarlo porque Levine ha bregado muchas veces con el estereotipo de “conservador”, pero esta conclusión se ha demostrado tan superficial como otras tantas.

Lo demuestra que él mismo estrenó en el Met las óperas capitales del siglo XX -Lulu de Berg, “Moisés y Aarón” de Schoenberg, Edipo Rey de Stravinsky- así como fomentó las premières mundiales de El fantasma de Versalles (John Corigliano) y El gran Gatsby (John Harbison) en el impulso de las obligaciones contemporáneas. Otra cuestión es que Levine sea más feliz que nunca abriendo delante de sí la partitura de Los maestros cantores, evocando al zapatero Hans Sachs en su compromiso con un arte, la música, que se le desliza entre las manos: “Puedo sentirlo, pero no puedo entenderlo. No consigo retenerlo, pero tampoco olvidarlo. Y si pretendo abarcarlo, no puedo medirlo “

Comentarios

Cuando No se entiende no rige una su existencia. Al menos no toda..Yo me separe de dos. Toca preparar vejez viendo como se ahogan los otros..
Qué Cambio. Quien lo exija sera porque lo ha hecho ya antes...
Cuando No se entiende no rige una su existencia. Al menos no toda..Yo me separe de dos. Toca preparar vejez viendo como se ahogan los otros..
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