SFMOMA, el arte desde la periferia
El Museo de Arte Moderno de San Francisco reabremañana sus puertas tras una ambiciosa ampliación con la intención de subvertir el mapa museístico global
En las nuevas salas del museo, bañadas por la luz californiana, las obras maestras se cuentan por decenas, hasta el punto de generar un sobrecogimiento inhabitual. Después de tres años cerrado al público y de una inversión de 300 millones de dólares (261 millones de euros), el Museo de Arte Moderno de San Francisco (SFMOMA) volverá a abrir sus puertas al público mañana. Lo hará transformado en un museo muy distinto al que una vez fue. El anexo de 10 plantas proyectado por el estudio noruego Snøhetta, responsable de la majestuosa Ópera de Oslo y del Memorial del 11-S en Nueva York, triplicará el espacio expositivo previo a la ampliación. El SFMOMA se convertirá así en el museo estadounidense con la mayor extensión destinada al arte moderno y contemporáneo: casi 16.000 m² de salas de exposición. A título comparativo, el MOMA cuenta con 12.000 m² de galerías desde su ampliación de 2004. El nuevo Whitney no supera los 6.000.
Inaugurado en la ciudad californiana en 1935, el SFMOMA renace con la voluntad de recuperar la relevancia que tuvo en otro tiempo. En los albores de la II Guerra Mundial, el museo organizó una muestra dedicada al arte degenerado que Hitler acababa de prohibir. En 1945, consagró su primera exposición en solitario a Jackson Pollock. Después expuso a mujeres y a afroamericanos, y se interesó por disciplinas supuestamente menores como la fotografía o la arquitectura. En 1995, el museo se instaló en un edificio de ladrillo rojo presidido por una espectacular claraboya central, a cargo del arquitecto suizo Mario Botta, situado en el barrio de South of Market (SoMa), céntrico pero desangelado, donde entonces no había más que salones de masaje y tiendas de pornografía.
La zona terminó por cambiar, pero el museo ya se había quedado pequeño. En 2009, el matrimonio formado por Doris y Donald Fisher, fundadores de la cadena de ropa Gap a finales de los sesenta, decidió ceder al SFMOMA su impresionante colección de arte moderno —formada por 1.100 obras de autores de primer nivel— durante los próximos 100 años. Para acoger la donación, el museo abogó por anexionar un nuevo edificio a la sede de Botta. “Nos dijimos que éramos como compañeros de baile: no podíamos seguir los mismos pasos sin acabar pisándonos mutuamente”, explicaba el arquitecto Craig Dykers en el nuevo vestíbulo del edificio. Su anexo apuesta por el juego de contrastes. Está recubierto de 7.000 paneles de fibra de vidrio, teñidos de un color blanco inspirado en la famosa bruma que cada mañana invade la bahía de San Francisco. Su inusual forma ha sido comparada con un iceberg, un merengue y una tienda de Apple, según el grado de benevolencia del juez.
La institución triplica su espacio expositivo y ofrece la mayor extensión destinada al arte moderno y contemporáneo en EE UU
La inauguración viene acompañada de una desmesura que solo puede ser entendida como una demostración de fuerza. Un total de 19 muestras aparecen repartidas por interminables rincones del museo, en los que se concentran 600 obras de artistas como Diane Arbus, Alexander Calder, Jasper Johns, Frida Kahlo, Jeff Koons, Bruce Nauman, Richard Serra, Cindy Sherman, Andy Warhol o Ai Weiwei. Una visita mínimamente concienzuda no bajará de las cuatro horas. Podría ser un triunfo aparente del modelo anglosajón del mecenazgo privado: en los últimos seis años, el SFMOMA ha recibido 3.000 obras de arte donadas por 230 mecenas deseosos de hacer eso que los autóctonos denominan give back: devolver una parte de su riqueza a la comunidad que les convirtió en millonarios. El conjunto dibuja un continuum sobre la historia del arte en el último siglo, cuyo enfoque oscila entre las amplias panorámicas sobre los grandes movimientos y la disección al microscopio de fenómenos menos conocidos.
Las cuatro muestras extraídas de los inagotables fondos de la colección Fisher forman parte del primer grupo. Resultan algo previsibles en su planteamiento, pero están surtidas de turbadoras obras maestras. La primera está dedicada a la abstracción estadounidense —en ella figuran Cy Twombly, Joan Mitchell, Lee Krasner y hasta 26 obras del recientemente fallecido Ellsworth Kelly—. La segunda, a la corriente pop y minimalista, con Carl Andre, Dan Flavin, Sol LeWitt o Roy Lichtenstein. La tercera, al arte alemán de la posguerra europea, donde aparecen Gerhard Richter, Sigmar Polke, Anselm Kiefer o Georg Baselitz. La cuarta se centra en la escultura británica del último medio siglo, con nombres como Henry Moore, Barbara Hepworth, Richard Long o Anish Kapoor.
Cuando el itinerario amenaza con el hastío, suelen aparecer curvas inesperadas. Tras una tradicional sucesión de obras de vanguardia a cargo de Matisse, Picasso o Mondrian, la ruta se bifurca inesperadamente hacia la semidesconocida escena del norte californiano, representada por el delicado conceptualismo de David Ireland, la crítica social de Martha Rosler o la sublimación del imaginario estadounidense que propuso Wayne Thiebaud. Entre pioneras del arte feminista como Louise Bourgeois y Ana Mendieta, el museo demuestra la valentía de presentar a jóvenes pintoras de ascendencia africana como Lynette Yiadom-Boakye y Njideka Akunyili Crosby, nigeriana instalada en Los Ángeles de la que el museo adquirió obra incluso antes de que tuviera galerista. “Nuestro desafío como museo también consiste en conectar con la escena local y reproducir el arte que se hace en California”, confirma el presidente del SFMOMA, Robert Fisher, heredero del clan de coleccionistas.
Si es cierto que la triple capitalidad del arte —Londres, París, Nueva York— ya forma parte de otra época, se debe exigir a los museos periféricos que inspeccionen la historia del arte desde ángulos inversos. Del SFMOMA se pueden esperar exposiciones ancladas en este territorio soleado pero no exento de zonas oscuras, que sigue creyendo en el mito de la reinvención, en su multiculturalismo congénito y su propensión a lo metafísico. El museo acaba de anunciar para el otoño la primera retrospectiva dedicada al gran fotógrafo angelino Anthony Hernández, y otra centrada en el escultor Bruce Conner, gran figura de la contracultura beat en San Francisco, que estará coproducida con el MOMA y el Reina Sofía. En ese sentido, la exposición inaugural en la nueva galería fotográfica también resulta ejemplar. A partir de una colección de 18.000 imágenes, la muestra analiza la reproducción de este lejano Oeste en la iconografía del último siglo y medio. Edward Weston, Ansel Adams, Carleton Watkins y Dorothea Lange documentaron el medio rural y natural, mientras Lee Friedlander, Garry Winogrand, Stephen Shore y Lewis Baltz hicieron lo propio en los entornos urbanos. De esas imágenes sobresale un conflicto habitual por estos lares: el que opone la veneración de una naturaleza casi sagrada y la aguerrida voluntad de someterla al dominio humano. Así es como, durante los últimos tres siglos, los estadounidenses se han convertido en estadounidenses.
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