Una historia de libros y de voces
“Toda relación con la voz es una relación amorosa”, decía Roland Barthes, que siempre admiró la dicción perfecta del cantante suizo Charles Panzéra
Hace unos días, Catherine François, después de escuchar en su ordenador una emisión radiofónica de France Culture sobre El agua y los sueños de Gaston Bachelard, me incitó a que buscase algunos de sus libros en francés. Cambiamos impresiones acerca de los ejemplares accesibles en la Red, Cathy me advirtió de que no gastase mucho, que con las últimas ediciones de bolsillo bastaría. Pese a mi escasa inclinación al fetichismo bibliófilo, le propuse algunas primeras ediciones, más agradables al tacto y no muy costosas, que llegaron por correo unos días después, procedentes de París.
Esa misma noche, Cathy abrió un ejemplar de La poétique de l’espace (Presses Universitares de France, 1957). Tras leer las primeras páginas, dio con una hoja suelta que le provocó incredulidad: era una carta manuscrita en papel fino y amarillento, de hermosa y rápida caligrafía escrita a pluma, fechada en París el 12 de junio de 1957, a cuyo pie se extendía la firma clara de Bachelard. La carta se dirigía a un destinatario desconocido. Comenzaba por aclararle que la mejor obra en francés sobre el místico polaco Jakob Böhme era la de Alexandre Koyré, La philosophie de Jacob Boehme (1929), y terminaba señalando que, en el interior del libro, el destinatario hallaría referencia a una conversación mantenida con el autor. Sobre la portada, el receptor había estampado su rúbrica abreviada, bajo la fecha de recepción —dos días después de la de envío—.
La sorpresa de recibir por correo un autógrafo de Bachelard dejó paso a la cuestión acerca de la identidad del destinatario. Residía en París o no muy lejos, dado el plazo transcurrido entre el envío y la recepción. No era filósofo, tal vez fuese extranjero, y se trataba sin duda de un hombre culto. Cathy leyó La poétique de l’espace movida en parte por la intriga, reconociendo paralelismos con su propio sentir acerca de espacios soñados, casas habitadas en otro tiempo, subterráneos, armarios, cajones, cofres y cajitas y, en fin, acerca de la “íntima inmensidad” que obsesionaba al pensador. Hacia el final del libro, Bachelard habla de la materialidad de las vocales, destacando la frecuencia con que la letra “a” se encuentra en palabras sobre espacios de grandes dimensiones. En un momento, cita “al cantor amante de poesía Panzéra”, de quien supo en conversación directa que, según los psicólogos de la fonación, nuestras cuerdas vocales vibran levemente solo con pensar en la letra “a” y cuando la vemos escrita.
De modo que, por una concatenación de azares, Cathy tenía entre sus manos el ejemplar enviado por Gaston Bachelard al cantante suizo Charles Panzéra, cuya hermosa voz y cuya dicción perfecta fueron alabadas por el semiólogo Roland Barthes. Escuché hablar de Panzéra por primera vez hace unos diez años, en una conversación con el poeta Jenaro Talens y con su entonces compañera Susana Díaz, en la que ésta citó el libro de entrevistas —Le grain de la voix (Seuil, 1981)— donde Barthes ponía como ejemplo el canto del barítono suizo. Di con un disco suyo unos días después, en una tienda de música clásica de la calle Tallers de Barcelona, hoy lamentablemente desaparecida.
¿Y si detrás de las cifras de audiencia no hubiera nadie? ¿No es la conexión la más reciente aplicación del significante vacío?
En la Red se encuentra una entrevista radiofónica con Barthes tratando estos asuntos. Relata que, en sus años jóvenes, tomó como aficionado lecciones de canto con Panzéra, lo que le llevó a considerar la diferencia entre el estilo de dicción de los intérpretes de lieder germanos y el de los cantores francófonos, que prestan más atención —dice Barthes— a las cualidades sonoras de la lengua. La locutora cerraba la emisión con una contundente cita de Barthes: “Toda relación con la voz es una relación amorosa”.
Hay cuestiones en esta historia que van más allá de lo anecdótico. El volumen de papel prensado guarda la misiva olvidada como si fuera un cofre. Bachelard sostiene que el libro es un cofre: protege la intimidad anímica como bien precioso; pero es propio del cofre abrirse un día para mostrar, más allá de lo que contiene, la inmensidad sin fondo. La carta encontrada accidentalmente parece confirmar la metáfora del libro como cofre que contiene un tesoro; su literalidad —el valor del autógrafo de un gran autor— se desdice, remite a otro libro, a la experiencia de un cantor. La inmensidad de los asuntos implicados no tarda en insinuarse.
Entre ellos, hay algunos de actualidad: los grandes monopolios de la distribución cultural a través de la Red provocan la desaparición de las pequeñas librerías y de las tiendas de música tradicionales. Podemos sopesar las ventajas o inconvenientes del archivo digital frente al papel, del correo electrónico frente a la correspondencia escrita. Se discute también la incidencia de la electrónica y del registro fonográfico en las cualidades sonoras y vocales. Un hecho común a todos esos asuntos sigue siendo, no obstante, poco discutido: el único eslabón compartido es la frágil y evanescente onda sonora, que pone en contacto a los grandes autores del pasado con el círculo de amigos y forma una trama de la que la red electrónica es sólo una parte.
Para recordar otro vínculo social están los recipientes que protegen las cualidades de la onda sonora: amigos, grabaciones y libros
Sobre la onda sonora viaja como velero invisible la posibilidad de hacer durar el amor, a la que aludía Barthes. En tal caso, más que el “grano de la voz” o la singularidad del cuerpo que imprime carácter a la vibración sonora, más que el valor simbólico del autógrafo personal en función de marca identitaria o “significante vacío” por excelencia, son las humildes leyes de la acústica, el choque o el roce entre los cuerpos singulares, la reflexión y la eventual proporción entre las vibraciones que producen y perciben, las que guardan el secreto emocional de las voces.
Para explicar su teoría del “significante vacío”, Lacan tomaba de un cuento de Poe la metáfora de otra famosa carta: supuestamente robada y buscada como prueba para esclarecer un crimen, permanecía ignorada precisamente por estar a ojos de todos, sobre la repisa de la chimenea. La carta de Bachelard olvidada en el libro enviado a Panzéra, vendido de segunda mano por medio del comercio electrónico, tiene un significado aparentemente inverso al de “la carta robada”: equivale al “grano de la voz” del cantor y parece decir que el significante nunca está del todo “vacío”, porque arrastra consigo una ganga que se resiste a toda lógica autoritaria. Una parte sustancial del mensaje no se percibe sino de viva voz, aunque venga sellado herméticamente por el valor simbólico del autógrafo, que se diluye y mancha los dedos si se lo toca antes de secarse.
La “carta olvidada” del autor raramente encuentra hueco para ocultarse en el mercado de las telecomunicaciones, no hay lugar para ella entre archivos digitales. A través de los media, la relación con las voces no es necesariamente amorosa. Comporta, al contrario, una suerte de dependencia doliente, sujeción que muchos consideran preferible a la soledad. El espectador se consuela pensando que hay una inmensa mayoría de solitarios conectados desde sus respectivos nichos de consumo. ¿Y si detrás de las cifras de audiencia no hubiera nadie? ¿No es la conexión —con su firma electrónica— la más reciente y obvia aplicación del “significante vacío”? Para recordarnos que otro vínculo social —incluso a través de la Red— están los recipientes que protegen las cualidades de la onda sonora: unos pocos amigos, algunas grabaciones, los viejos libros y las sorpresas ocultas entre sus páginas.
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