Tempestades de músicas
La música es una presencia constante en las obras de Shakespeare, fuente a su vez de inspiración para compositores de toda estética, género y condición desde su muerte
Todo lo que en vida de Shakespeare nos resulta borroso, incierto, indefinido, tras su muerte empieza a volverse nítido, desbordante, inabarcable. En 1991, Bryan Gooch y David Thatcher publicaron en Oxford University Press A Shakespeare Music Catalogue, cinco gruesos volúmenes y casi 3.000 páginas para poder dar cuenta de toda la música, “publicada e inédita, desde los tiempos de Shakespeare hasta ahora, relacionada de una manera u otra con su vida y su obra”: en total, más de 20.000 títulos.
A poco que nos adentremos en cualquiera de sus piezas teatrales, con la sola excepción de La comedia de los enredos, y más pronto que tarde, la música hace su aparición, ya sea en escena o fuera de ella, visible o invisible, ya en forma de acompañamiento circunstancial de personajes y hechos o, envolviendo palabras, como canciones requeridas o improvisadas, con o sin instrumentos. Numerosos adjetivos describen la música que ha de sonar, que puede ser “suave”, como cuando devuelve la cordura perdida al rey Lear; o “triste y solemne”, como la que preludia el sueño y la visión de Catalina en Enrique VIII. La que acompaña las apariciones mágicas de Ariel y sus espíritus en La tempestad es “solemne y extraña”, si bien a oídos de Gonzalo suena “dulce y maravillosa”, como “dulce” era también la que producía “Orfeo con su laúd”, y así lo evoca una de las damas de compañía de Catalina al cantar los prodigios que obraba: “Todos los seres que lo escuchan tocar, / aun las olas que rompen en el mar, / se paralizan, quieran o no quieran. / Música dulce logra con su acción / que mal de amor y mortal desazón / se adormezcan o que, oyendo, mueran”.
“Dulce” es asimismo esa música que no le permite nunca estar alegre a Jessica en el último acto de El mercader de Venecia, lo que da lugar a uno de los parlamentos musicales más famosos de Shakespeare, quien por boca de Lorenzo expresa la creencia renacentista, con hondas raíces en la Antigua Grecia, en la musica mundana, esa “armonía celestial” hacia la que se encamina Catalina producida por los movimientos de las esferas celestes, porque “hasta el orbe más diminuto canta como un ángel”. De ahí que la música formara parte del Quadrivium medieval junto a la geometría, la aritmética y la astronomía, y las cuatro aparecen representadas, por ejemplo, con forma de mujeres en la cubierta de The First Booke of Songes (1597), de John Dowland, compatriota y contemporáneo de Shakespeare. Sin embargo, es esta una música demasiado sutil para poder ser aprehendida por oídos humanos (aunque, en el quinto acto de la obra homónima, Pericles sí dice escucharla): “Tal armonía se halla en almas inmortales; / pero mientras la emboza esta decrépita / vestimenta de barro, no podemos oírla”, explica Lorenzo a Jessica. Y cuando luego pide a un grupo de músicos que produzcan “dulcísimos sonidos” —musica instrumentalis, la que hacemos y oímos los humanos— para despertar a Diana, abunda en el poder sobrenatural de la música, “pues no hay nada tan fuerte, tenaz y sañudo / cuyo ser no mude la música al sonar. / El hombre que no posea dentro de sí música / es propenso a traiciones, ardides y pillajes; / mates como la noche son los impulsos de su alma / y sus emociones foscas como el Érebo: / un hombre tal no es de fiar. Escucha la música”.
Faltaría aún la musica humana, la que produce una relación armoniosa entre cuerpo y alma, y si no es tal, revela entonces un desorden interno. Después de ser rechazada por Hamlet, que le pide retirarse a un convento, Ofelia cree que el príncipe ha perdido la razón: “¡Oh, qué noble mente se ve aquí derrocada! / […] / Y yo, la más abatida y desdichada de las mujeres, / que libó la miel de sus armoniosas promesas, / veo ahora esa noble y muy soberana razón, / como dulces campanas a la greña, destemplada y discorde; / esa forma sin par de esplendorosa juventud / destruida por la locura. ¡Pobre de mí / por haber visto lo que he visto y ver lo que veo!”. Luego ella misma, enajenada, cantará retazos de canciones y nos desasosiega por igual lo que canturrea deslavazadamente como el hecho mismo de que cante. Poco antes de que Cordelia diga que su padre ha sido encontrado “tan loco como el mar embravecido, cantando a voz en cuello”, Kent define a Lear como “alguien que alguna vez, mejor templado, recuerda / lo que habrá de sucedernos”. Y Cleopatra vaticina a Eira que “lictores descarados / nos prenderán como rameras; y viles rimadores / nos recitarán desafinadas”, un objetivo idéntico al de Yago cuando, tras ver besarse repetidamente a Desdémona y Otelo, y desear el moro que “¡Y este, y este otro [beso], sean las mayores disonancias / que jamás produzcan nuestros corazones!”, exclama malignamente en un aparte: “¡Oh, ahora estáis bien temperados! / Pero moveré las clavijas que producen esta música”.
Amor y música están también fuertemente interrelacionados, y nunca de manera tan explícita como al comienzo mismo de Noche de Reyes, cuando el duque de Orsino exclama: “Si la música es el alimento del amor, seguid tocando; / dádmela en demasía para que, con hartazgo, / me asquee al apetito y así muera”. Tanto él como Cleopatra expresan idéntico ruego: “Dadme algo de música”. Para el duque, porque “esa vieja y anticuada canción que oímos anoche / alivió mucho, a mi parecer, mi tormento, / más que esas melodías ligeras y palabras rebuscadas / de estos tiempos raudísimos y trepidantes”; para Cleopatra, porque la música es “el melancólico alimento / de quienes comerciamos con el amor”.
Tampoco falta la música asociada a la magia, esa que no suele verse, sino solo oírse, y pocas tan emotivas como la que ha de sonar cuando la estatua de Hermione cobra vida al final de Cuento de invierno. Pero el territorio natural de este tipo de música es, por supuesto, La tempestad, donde Ferdinand oye cantar a Ariel y no sabe si la música proviene del cielo o de la tierra: “Cinco brazas de agua lo cubrieron, / coral son hoy los huesos de tu padre; / perlas son ya lo que sus ojos fueron”. Como nos recuerda Wystan Hugh Auden, agudísimo lector de Shakespeare, “Ariel es la canción; cuando es verdaderamente él mismo, canta”. Y, ya al final de la obra, antes de que suene música “solemne”, Próspero renuncia a sus poderes mágicos: “Pero aquí abjuro / de mi magia tan ruda. Y cuando haya requerido / a música del cielo —así aún ahora lo hago— / para obrar en sus sentidos a mi antojo / este armónico hechizo, mi vara he de romper, / la enterraré bajo tierra a varias brazas, / y más hondo que descendió nunca sonda alguna / zambulliré mi libro”.
Más allá del verso blanco, también en los sonetos hallamos frecuentes alusiones musicales. En el VIII, surcado por ellas de principio a fin, Shakespeare establece un paralelismo entre la polifonía y la unión conyugal, preferible con mucho —en apariencia— al solitario unísono: “Si por vera concordia de sonidos, / en armoniosa unión, te soliviantas, / repróchantelo dulcemente unidos, / pues descompones cuando solo cantas”. El CXXVIII se aleja de la música vocal y es pródigo, en cambio, en alusiones a las cuerdas y al teclado de un clave o un virginal (por la obra de Shakespeare desfilan, casi como si de un catálogo se tratara, buena parte de los instrumentos de su época). Así, los labios del poeta “se trocarían por tales caricias / en teclas que recorren con medida / tus dedos a pie: sienten más delicias / maderas muertas que labios con vida. / ¡Gózanse tanto las teclas en eso! / Dales tus dedos, yo tus labios beso”.
Ninguno de estos dos sonetos se encuentra entre los nueve que ha transformado en canciones Rufus Wainwright en su último disco, que se publicará el próximo viernes. Es solo una entrega más de ese aluvión incesante, tempestuoso, de músicas inspiradas por “el músico Shakespeare”, como lo llama Vicente Molina Foix en uno de los ensayos de su recientísimo Enemigos de lo real, porque su escritura es siempre musical, no solo cuando rima y versifica. Esto explica también la irresistible atracción que ha despertado en los compositores la obra del inglés, que va mucho más allá de los ejemplos muy conocidos de Mendelssohn, Berlioz, Verdi, Chaikovski, Prokófiev o Britten: también están las canciones de Brahms, Richard Strauss, Stravinski, Shostakóvich, Korngold, Tippett o Saariaho, Ricardo III de Smetana, Shylock de Fauré, las músicas para La tempestad que imaginó Sibelius, Such Sweet Thunder (la magna creación shakespeariana de Duke Ellington); King Lear, de Aribert Reimann (más que una compensación por la ópera que Verdi nunca llegó a componer); The Tempest, de Thomas Adès (a partir de la misma obra que sedujo a Mozart poco antes de morir), las bandas sonoras de William Walton para las películas protagonizadas por Laurence Olivier; Sometime Voices, de George Benjamin; Let Me Tell You, de Hans Abrahamsen, a partir de un texto de Paul Griffiths que se ciñe únicamente a las 481 palabras que pronuncia Ofelia en Hamlet, y un etcétera no largo, sino casi infinito.
De hecho, de Robert Johnson a Wolfgang Rihm, de Matthew Locke a Elvis Costello, podría afirmarse que cabe bosquejar una historia de la música occidental de los cuatro últimos siglos en la que hallaran cabida únicamente las obras inspiradas con un mayor o menor grado de inmediatez por los versos feraces y armoniosos de William Shakespeare. Y el resto es silencio.
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