Los restos de la Ballena
El MOMA rescata en una modesta exposición el archivo del grupo venezolano de artistas de vanguardia de los sesenta.
En el otoño de 1962 el médico venezolano Carlos Contramaestre inauguró una exposición llamada Homenaje a la necrofilia en un taller mecánico del barrio habitacional de El Conde, en Caracas. El doctor Contramaestre –no es seudónimo aunque merecería serlo—era poeta y artista, pero vivía de un empleo como médico rural, de modo que a la vuelta de una de sus visitas clínicas, llevó a la capital un tambo de restos de animales descuartizados en un rastro remoto. Montó con ellos una serie de piezas de las que no hay registros fotográficos claros, pero que el escritor Adriano González León, que las vio, describió como “cuadros”. La exposición sería provocadora todavía hoy en día: los materiales no estaban tratados, así que en el trecho de tiempo que las autoridades sanitarias tardaron en allanarla, las piezas modificaron la calidad del aire del vecindario completo con su hedor y se transformaron por si mismas al llenarse de gusanos.
El Homenaje a la necrofilia representó la provocación más eficaz de una vanguardia latinoamericana agrupada bajo el nombre de El Techo de la Ballena. Es una vanguardia poco recordada, no del todo injustamente, porque su material genético tenía, como las piezas de Contramaestre, fecha de caducidad. Aunque los poetas, narradores y artistas del Techo de la Ballena dejaron tres manifiestos impresos, obra gráfica en papel relacionada con el movimiento y una colección modesta de libros literarios hermosamente diseñados, estaban habitados por la pulsión del fade out. Su primera exposición, llamada Para restituir el magma, se presentó con una gran fiesta que luego fue disuelta a golpe de manguera.
Los poetas, narradores y artistas del Techo de la Ballena dejaron tres manifiestos impresos, obra gráfica en papel relacionada con el movimiento y una colección modesta de libros literarios hermosamente diseñados
Jennifer Tobias, bibliotecaria de Servicios al Lector del Museo de Arte Moderno de Nueva York juntó, para exhibir durante este invierno, tres vitrinas con el archivo del Techo de la Ballena sobreviviente en la ciudad. No se trata de una exposición de obras de arte de los balleneros, sino de una colección de objetos, mayormente textuales, que trata de imponer un orden –si no ideológico o estético, cuando menos temporal— en los trabajos de un grupo de artistas y escritores que durante un periodo de sus vidas se aglutinaron para formar un grupo que Ángel Rama definió como “más un estallido que una escuela”. Es una exposición modestísima, minúscula, tan chiquita que se siente como visitar un reloj. Las piezas exhibidas cubren siete años de materiales de imprenta, postales, fotografías y notas de prensa, desde el primer manifiesto de 1961, Rayado en el techo, hasta el esfuerzo editorial, menos beligerante y anárquico, que representaron los libros de Ediciones del Techo de la Ballena, publicados entre 1967 y 68.
Decía Caupolicán Ovalles en un poema impreso como un sinfín: “Mean, culpan a las cervezas.” El poema, expuesto en el MoMA, se entregó mimiografiado durante la segunda exposición del Techo de la Ballena, llamada “Homenaje a la cursilería”. Un chiste, cuando queda registrado en el medio correcto, es un gesto revolucionario. El mean de Ovalles tiene carga significante porque la tercera persona del plural es siempre acusatoria: la alta burguesía latinoamericana de los años sesenta era tan repugnante –no que haya mejorado mucho— que incluso una acusación perfectamente absurda en su contra producía el sabor de una condena razonable. La exposición de El Techo de la Ballena, por poco augusta que sea, registra y devuelve a la memoria una explosión creativa poco visitada en nuestros días porque carecía de valor comercial: un cuadro que se pudre no infla el precio del arte, se olvida cuando se lo lleva la sanidad pública.
Es sintomático de lo poco que cambia el mundo, o de que si cambia es para peor, que el MoMA haya asignado las vitrinas de la Ballena no sólo a uno de sus edificios de oficinas, sino al patio cubierto en el que se imparten los talleres del programa infantil del museo. Cuando fui a ver la exposición, una niña celebraba ahí su cumpleaños, así que leí los manifiestos circundado por un grupo de niños que desatendieron sus acuarelas para partir el pastel más rosado del mundo –como iba con mi hija, nos dieron un pedazo. Lo correcto habría sido indignarme, pero al final lo disfruté: sospecho que a los balleneros les habría encantado que su memoria cobijara a unos artistas de nueve años. Y el pastel estaba buenísimo.
The Roof of the Whale: El Techo de la Ballena and the Venezuelan Avant-Garde, 1961–1969, MoMA, NY, hasta el 28 de febrero de 2016.
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