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MÚSICA

Cuando Wagner no lo era

Llega a España 'La prohibición de amar', un pecado de juventud del que abjuró el compositor germano

Richard Wagner, visto por Sciammarella.
Richard Wagner, visto por Sciammarella.

Richard Wagner repudió a sus primeras hijas. No se reconoció en ninguna de ellas, pero es cierto que el desengaño —hablamos de óperas, no de su prole biológica— forma parte de su propia dialéctica evolutiva. Abjuró de sus primeros caminos, pero esa propia distancia con los años de juventud le permitió llegar hasta las rutas más elevadas de la propia creación. Es el contexto en el que puede ubicarse la proscripción de La prohibición de amar, la segunda de sus óperas en orden compositivo, pero la primera en representarse. Porque Las hadas no trascendió al público hasta 1888, ya difunto el maestro, mientras que La novicia de Palermo —título inicial de La prohibición de amar— alcanzó una vida breve en la temporada de 1836, aprovechando que Wagner se pluriempleaba en Magdeburgo.

Vida breve quiere decir que la primera función se malogró entre la negligencia de los intérpretes sin el menor éxito. Y que en la segunda se contaban más personas en el foso que en la platea. Tres espectadores, cuentan las crónicas. Y no estaba ni el compositor entre ellas, originando así un despecho saturnal a su criatura que luego definió inequívocamente en sus memorias: “Atroz, abominable, nauseabunda”.

Los tres adjetivos han sido adoptados como dogma por el wagnerismo y los wagnerianos. La prohibición de amar existe, pero no existe. Fue un error necesario. Y nunca se ha representado en el templo de Bayreuth. Ni casi fuera tampoco. De hecho, las funciones programadas en el Teatro Real desde el 19 de febrero jalonan el estreno de la ópera en España, toda vez que el único antecedente, concebido en el Festival de Peralada (2013), se restringió a una versión camerística y parcial.

Definió inequívocamente a su criatura en sus memorias: “Atroz, abominable, nauseabunda”

¿Tiene sentido casi dos siglos después oponerse a la voluntad de Wagner? Lo tiene porque la cultura española remedia la deuda con una obra nunca representada del coloso germano. Porque la versión en cuestión, coproducida con el Covent Garden londinense, aporta la inteligencia dramatúrgica de Kasper Holten. Porque el libreto lo escribió Wagner inspirándose en Shakespeare (Medida por medida). Y porque conviene recordar el valor que asumió el compositor, unas veces renegando de la hipocresía y el puritanismo de la sociedad que le rodeaba, y otras haciendo una apología del desenfreno y el abandono sexuales, al límite de la concupiscencia, reivindicando el ardor del Mediterráneo —Sicilia— frente al luteranismo mojigato.

El hedonismo y la carnalidad fueron corregidos en el amor metafísico de Tristán e Isolda, del mismo modo que Wagner rectificó todos sus orígenes musicales, hasta el extremo de que La prohibición de amar, escrita con oficio y talento, es un trabajo de aprendizaje con influencias de Beethoven, Auber, Rossini, Bellini y Meyerbeer.

Wagner (1813-1883) era un erudito de la música de su tiempo en la búsqueda de su personalidad. Y La prohibición de amar se antoja una ópera-experimento ambigua en su definición tragicómica, pero también sensible de encontrar en ella algunos rasgos muy embrionarios del revolucionario que sobrevendría después. Principalmente, el recurso del leitmotiv y las ambiciones cromáticas, incluso la dialéctica de la sexualidad y el erotismo que luego concurriría en Tannhäuser y La valquiria.

Wagner creía haber destruido todas las copias de La prohibición de amar cumplidos los 23 años. Se avergonzó de su ópera cómica en dos actos y le avergonzó la pelea que protagonizaron los protagonistas en aquella segunda y última función. Fue un esfuerzo inútil porque las llamas no la hicieron desaparecer, pero de aquel fuego nibelungo salió forjado el anillo del sabio.

La prohibición de amar. Richard Wagner. Teatro Real. Madrid. Del 19 de febrero al 5 de marzo.

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