La palabra arrolladora
Selva Almada huye de conflictos familiares y psicológicos en 'El viento que arrasa'
“Van un padre y un hijo de viaje, y entonces…” Esto que parece el arranque de un chiste es la sinopsis simplificada de incontables novelas y películas levantadas a partir de unos pocos ingredientes comunes: un padre y un hijo (una madre ausente), un viaje (búsqueda o huida), un paisaje que es metáfora, y el pasado por todo equipaje. Un reconcentrado de tiempo, espacio y personajes, con alcance universal: esto es, una road movie con conflicto paternofilial, ya sean las infernales travesías familiares de Cormac McCarthy y David Vann, o entre nosotros las Carreteras secundarias de Pisón o la excursión de Lo que no está escrito de Rafael Reig.
Poco tiene que ver El viento que arrasa con ese subgénero de conflictos familiares y psicológicos, aunque se escriba con ingredientes en principio muy similares. Aquí no hay un padre sino dos, y sus respectivos vástagos, hija e hijo. Hay también un viaje, el del predicador Pearson y la adolescente Leni por el áspero norte argentino. Está ese paisaje desolado y reseco como metáfora, donde malvive la segunda pareja: el tosco mecánico Brauer y el joven semisalvaje Tapioca. Y está, sobre todo, el pasado, con sus madres fantasmales.
Con tales materiales, otro autor habría compuesto un novelón enfático y trágico, exprimiendo hasta la última gota de ese jugo amargo. Habría también quien, desde cierto minimalismo de moda, optaría por esquematizar trama y personajes, subrayando de paso la trascendencia de cada breve frase pronunciada y el detalle revelador más nimio.
Pero entre ambos caminos, Selva Almada elige uno propio, que no es un término medio sino ajeno, original. Y que tiene que ver con la fuerza de la palabra, arrolladora. La del predicador, cuyos sermones electrizan a los fieles. Y la de la propia autora, la voz narradora que en un registro opuesto al del predicador electriza también al lector desde las primeras páginas.
Que en una literatura tan rica y variada como la argentina, donde se viene haciendo mucha de la mejor ficción en español, El viento que arrasa mereciese unanimidad crítica y éxito de lectores, y fuese elegida como mejor novela del año, hace que nos preguntemos sobre los valores de una obra primeriza, brevísima y de apariencia leve.
Poco tiene que ver El viento que arrasa con ese subgénero de conflictos familiares y psicológicos, aunque se escriba con ingredientes en principio muy similares
La novela avanza por acumulación, pues la trama apenas progresa, encallados padres e hijos en un desguace de coches que parece fuera del mundo. Acumulación de memoria, a partir de breves fragmentos del pasado de cada uno, sobre todo de aquellos momentos decisivos que los condujeron hasta aquí.
Acumulación también de tensión, a partir del choque entre dos personajes antagónicos pero hermanados: Pearson y Brauer, dos padres simétricos que crían a sus hijos en soledad, resguardados en sólidas creencias (uno en un Dios redentor; el otro en las fuerzas de la naturaleza), y cuyos roces anticipan una colisión que los lectores olemos en el horizonte, con la misma inquietud con que el perro Bayo olfatea la tormenta.
Y acumulación poética, pues desde un arranque secamente realista la prosa de Almada va ganando relieve y emoción sin apenas renunciar a su economía expresiva. Y es aquí donde la autora gana la partida: en la escritura, más que en la propia historia.
La trama es interesante aunque leve (y la apelación rutinaria a Onetti, Faulkner y los escritores del sur norteamericano no beneficia a una novela brillante pero sin la ambición y crudeza de aquellos). Los personajes son complejos, y de fondo se ventilan conflictos con mayúsculas (la fe, la redención, el enfrentamiento intergeneracional).
Pero uno pensaría que Almada no tenía tanto interés en contarnos esa pequeña gran historia como en escribirla, encontrar una voz poética e imprimirle intensidad párrafo a párrafo. Por fortuna es así, ya que el planteamiento de partida podría haber desembocado en salidas más previsibles, las que uno espera cuando le plantan delante un fanático religioso, una adolescente rebelde, un bruto rural, un chaval a medio civilizar, en un paisaje asfixiado por la sequía… La contención narrativa de la autora va apagando una tras otra las expectativas más obvias, como las velas que se consumen en el apagón durante la tormenta.
El viento que arrasa no es un ejercicio de estilo, al contrario: es una obra madura, con un manejo hábil del registro oral y una sensorialidad descriptiva alejada de aquel minimalismo expresivo tan corriente en los últimos años. Escritura sin apenas lirismo, sobria, y precisamente por ello de gran fuerza poética. ¿La mejor novela argentina de los últimos años? Ni lo sé ni importa, pero no se pierdan a esta autora.
El viento que arrasa. Selva Almada. Mardulce, Buenos Aires, 2015. 160 páginas
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