Domingo: los 75 años del coloso
- “Buenas noches. Disculpe la hora. Soy Plácido Domingo”.
- “Y yo Pavarotti”.
He aquí la conversación telefónica que mantuvieron mi madre y Plácido Domingo hace cosa de 25 años. Y no era una inocentada, sino el preámbulo de la primera vez que hablé con el tenorísimo. No lo conocía, pero la osadía característica de las mocedades explica que me atreviera a dejarle un mensaje en el hotel madrileño donde se hospedaba. Que era el Rex. Diciéndole que tenía intención de entrevistarlo. Y que no se preocupara del horario, aunque la propia temeridad de la iniciativa explica que renunciara a comentársela a mi madre. Respondió al teléfono pasada la media noche creyéndose víctima de una inocentada. Y la disuadió de colgar el timbre del cantante. “Rubén, Plácido Domingo al teléfono”.
Comenzó entonces mi periodo de fascinación y de conversión. Quiero decir que los melómanos ortodoxos habíamos convertido a Alfredo Kraus en nuestro símbolo de devoción, contraponiéndolo por su exquisitez y su naturaleza aristocrática a la mundanidad dominguista. Un tenor de élites frente a un tenor de masas. Unos esnobs frente al resto del mundo.
Y no creo estar exagerando. Domingo desempeña el don de la ubicuidad. Pudo demostrarse aquel día en que estaba ensayando Los troyanos en el Met de Nueva York y cantando Otello en San Francisco.
De costa a costa, Domingo exponía su dimensión prodigiosa y milagrera. De otro modo, no hubiera sido capaz de haber interpretado 140 papeles diferentes. Que han sido 140 maneras de desdoblarse él mismo, toda vez que Domingo, un decatleta, un epígono canoro de Hércules, necesita ser él mismo para identificarse con el personaje que representa.
Le sucedía a Marlon Brando. Que no era un camaleón, como pudiera sospecharse de su polifacético catálogo cinematográfico. Brando, como Domingo, nunca dejó de ser Brando en cada papel que hizo. El personaje quedaba detrás de su voluptuosa y caníbal manera de trabajar. Siendo él mismo, lograba transformarse en Julio César y en Zapata.
Que es cuanto le ocurrió a Domingo con Sansón y con Parsifal. Con Don José y con Werther, con Cavaradossi y con Don Carlo, dilatando un catálogo que impresiona por la versatilidad y que le ha permitido cumplir 75 años este jueves en la cima de la ópera y del teatro del mundo recreándose en la aliteración de su aforismo preferido: “If I rest, I rust”. “Si descanso, me oxido”.
No existe un fenómeno similar en la historia de la ópera ni puede encontrarse un antecedente de parecida longevidad, hecha excepción de un tenor favorito de Stalin, Koslowsky, cuya buena salud a los 90 años sólo se entiende porque únicamente exponía su voz cuando acudía a escucharlo el dictador soviético. Cosa de tres o cuatro veces al año.
Domingo, en cambio, ha sobrepasado las 3.000 funciones para aferrarse al hábitat del teatro. Que es donde nació. Y donde todavía resulta un fenómeno imponente, ahuyentando a los críticos resentidos que lo retiraron hace 40 años y que analizan su voz con la asepsia de un laboratorio.
Semejante ensimismamiento les impide apreciar la naturaleza descomunal de monstruo. Y sus milagros. Pequeños, como acordarse de todas las personas a las que saluda. Medianos, como llamar a un periodista desconocido a medianoche, ya ven. Y grandes, como tragar polvo y más polvo entre los escombros de México DF con ocasión de aquel brutal terremoto de 1985 en que Domingo perdió a sus tíos. También podría haber perdido la voz, de tanto implicarse en el rescate de sus “compatriotas” mexicanos, pero la imagen de Domingo entre las piedras y los cascotes le otorgaba una especie de aura mitológica. Parecía Sansón entre las ruinas del templo filisteo.
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