Harnoncourt: inaceptable
No estoy de acuerdo. Me refiero a la retirada de Nikolaus Harnoncourt. Y entiendo sus motivos, su edad (86 años), los achaques a los que alude en su comunicado manuscrito, pero exijo al maestro berlinés una rectificación, apelando a la orfandad que implica esta sorpresa.
Harnoncourt no debe hacernos esto, pero entiendo que no podemos reprocharle una falta de generosidad. Ni cuando se empleó 17 años como violonchelista anónimo en la Sinfónica de Viena, ni cuando fue el pionero del gueto barroco -y del renacimiento- ni cuando se concedió la astracanada de un “Porgy and Bess” que le extrañó hasta a sí mismo.
Creo que Harnoncourt grabó la obra de Gershwin para demostrar o demostrarse que era inútil arrinconarlo. Un músico inmenso, sin limitaciones. Un maestro cuya mayor virtud consistió, probablemente, en la clarividencia con que leía entre líneas.
Me lo contaba Isabel Rey en Salzburgo, unas horas antes de levantarse el telón del King Arthur de Purcell. E insistía en que Harnoncourt sabía escrutar mejor que nadie no ya el oleaje de las partituras sino las corrientes submarinas donde se hallaba el misterio de la interpretación.
No estoy de acuerdo, señor Harnoncourt. De su despedida hablo. Pero no tengo otra solución que manifestar mi agradecimiento. Le debo a usted, por ejemplo, las emociones indescriptibles que supusieron la integral de Beethoven con la Orquesta de Cámara Europea en Salzburgo.
Y recuerdo haberlo entrevistarlo a usted en un gimnasio de la ciudad austriaca. Fue cuando rompió relaciones con Mortier y cuando ensayaba en la clandestinidad el ciclo integral de Schubert. Tan sublime como su relación con Dvorak. Y digo Dvorak para insistir en que usted sobrepasó el territorio que se le había adjudicado.
No voy a decir que su Aida fuera entusiasmante, pero los reproches estilísticos que le hicieron pesan bastante menos que la proeza de comunicar la música como si la manejara entre los dedos y como si el énfasis de sus gestos, de su mirada, de sus brazos abiertos abarcando el mundo, hiciera de la música un arte magnético al que nos adheríamos como los roedores de Hamelin.
Lo descubrieron los espectadores del planeta en el concierto de fin de año de 2001. Y allí nos vimos los melómanos explicando a los familiares resacosos quién era ese personaje pintoresco que sublimaba los valses de Strauss como si los llevara dentro. Y les decíamos que era usted un aristócrata derivado de la familia Habsburgo, un patriarca de la corriente historicista, un evangelista de Bach, un médium de Mozart, un músico de hombres y un director, admitámoslo, que se prodigó poquísimo en España.
Nuestros dineros nos costó perseguirlo en el extranjero –me viene a las entrañas esa Flauta mágica que usted dirigió como si no la hubiéramos escuchado nunca- y fueron bien empleados. Y nuestro presupuesto discográfico, no digamos cuando había que costearse las óperas de Monteverdi y la integral de las cantatas de Bach.
Digo Bach por derechos dinásticos –los suyos- y porque me permito evocar la carátula del primer disco que recuerdo haber visto nunca en casa. La tenía mi padre. Una portada en blanco y negro. Una imagen de usted dirigiendo los Conciertos de Brandeburgo. Por eso no le acepto la retirada. Comprenda usted, maestro, que Bach se nos volvió a morir cuando Leonhardt capituló. Y que Bruckner no puede quedarse sin “organista”. Y que el silencio sólo se lo concedemos al último suspiro de Hamlet.
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