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REPORTAJE / MÚSICA

Cuando la música aprendió a mentir

Desde hace 100 años se discute ferozmente sobre el impacto de la tecnología de grabación en la música y en el modo en que la usamos

Diego A. Manrique
Los Beatles, en las sesiones de 'Sgt. Pepper’s', de 1967.
Los Beatles, en las sesiones de 'Sgt. Pepper’s', de 1967.Apple Corps

Hoy, nadando en un océano de música, nos cuesta imaginar un tiempo en que ese masaje sonoro universal no fuera una prioridad. Thomas Edison creó el fonógrafo en 1887 como máquina para grabar y reproducir voces de hombres ilustres y personas queridas. Con su espíritu práctico, luego imaginó usos para la moderna oficina o los tribunales. Un ayudante sugirió que ayudaría a que los cantantes pudieran detectar los fallos y perfeccionar su oficio. En realidad, pasarían veinte años antes de que Edison decidiera utilizarlo para la comercialización de música.

El sonido y la perfección subraya que la evolución de la música grabada ha sido todo menos lineal. Triunfaron innovaciones tecnológicamente dudosas pero que aportaban comodidad; la captación y reproducción del sonido se ha caracterizado por encarnizados enfrentamientos, distorsionados por argumentos extramusicales.

Tomen nota de los sucesivos choques. Los cilindros de Edison contra los discos de Emile Berliner, la grabación acústica contra la eléctrica, las grabadoras de alambre contra los magnetófonos de cinta abierta, las llamadas pizarras contra los vinilos, los microsurcos que giraban a 45 r.p.m. (singles) contra los de 33 (elepés), el sonido monoaural contra el estéreo, la alta fidelidad contra los discos sin alardes, la casete contra el LP, las grabaciones analógicas contra las digitales, el vinilo contra el CD, el MP3 contra los formatos de alta definición (del WAV de Microsoft al Pono que patrocina Neil Young). Y no olvidemos la pauta actual de consumo, el streaming que, aseguran, desmotiva la compra de música (e incluso las descargas ilegales). Curioso: la desmaterialización coincide con la edición de monumentales box sets retrospectivos, de dimensiones nunca vistas.

Por la entelequia del “sonido perfecto” pelearon visionarios y mercenarios, luditas y tecnófilos, inventores y empresarios. En el fragor de la batalla, todos ellos recurrieron a un comodín invencible, un concepto inefable: la presencia. Es decir, invocaron la humanidad de la grabación, su calidez, su autenticidad.

Resulta por lo menos pintoresco que todavía andemos discutiendo sobre la verosimilitud de lo grabado a la vez que prospera el Pro Tools, que no requiere la presencia simultánea de los músicos en un estudio; de hecho, es muy posible que no exista un estudio como tal y que los músicos sean ilustres cadáveres, ahora movilizados para nuevos servicios mediante el sampler. Tan cómodo software ayuda a explicar que cualquier banda del presente sufre si se ve obligada a tocar y cantar como hacían, por ejemplo, los Beatles. Aquí se recuerda el apuro –piadosamente evitado por las cámaras de la BBC allí presentes- de los Kaiser Chiefs cuando intentaron grabar “Getting better” con la mesa de cuatro pistas usada en Abbey Road para el original.

La etnógrafa Frances Densmore graba al jefe del pueblo indio de los pies negros en 1916.
La etnógrafa Frances Densmore graba al jefe del pueblo indio de los pies negros en 1916.Library of Congress

Greg Milner ha desarrollado un tratado erudito que (mayormente) evita que nos asfixiemos con la terminología científica; sabe devolvernos a tierra con ingeniosas metáforas y nos alivia intercalando increíbles historias y personajes obsesivos. Revive las tone tests, aquellas pruebas donde se comparaba la música en vivo con su versión enlatada. Unas exhibiciones publicitarias inauguradas por Edison en 1915; hoy nos parece irreal que alguien pudiera confundir a los músicos y cantantes presentes con sus frágiles ecos en el Diamond Disc Phonograph. Pero, aparte de los trucos entre bastidores, debemos computar el brillo cegador de la tecnología: cualquier “nuevo aparato” tiende a obnubilar nuestros sentidos.

En El sonido y la perfección, Edison es encumbrado también por sus decisiones sobre lo deseable en una grabación. Se le pone a la altura de Steve Albini, otro favorito de Milner, que rechaza el título (y las royalties) de productor por razones morales: los numerosos grupos –como los españoles La Habitación Roja, Berri Txarrak o 12Twelve- que desfilan por su estudio de Chicago, se van con un retrato analógico de lo que allí tocaron, sin artificios.

Aunque Milner mantiene pretensiones de imparcialidad, se muestra más cómodo entre esa militante minoría que aspira al ideal de las tomas escasamente manipuladas. Uno creía que ese ascético planteamiento era simplemente otra opción estética más: desde la implantación del magnetofón (la máquina que “enseñó a la música a mentir”, acusa Milner), pocos creen que un disco deba contentarse con atrapar una buena interpretación en vivo; ni siquiera los registros live se libran de la cirugía posterior.

A partir de los años cuarenta, el disco va adquiriendo estatus de creación artística autónoma, liberada de imitar a la naturaleza. ¡Qué menos! Nadie alegaría hoy que el teatro tiene más autenticidad, más (otra vez la palabra) presencia que el cine. Los discos y los conciertos son, urge reiterarlo, campos diferentes a partir de una misma materia prima.

Ese descubrimiento del potencial de lo grabado deriva esencialmente de la música pop; fueron sus genios en la sombra (Les Paul, Phil Spector, George Martin, King Tubby, el Bomb Squad) los que ampliaron la frontera de lo posible. De alguna manera, estaban legitimados por el director Leopold Stokowski, que percibió lo absurdo de pretender encerrar en un surco lo ocurrido en una sala de conciertos, o el pianista Glenn Gould, que terminó construyendo sus interpretaciones mediante el corto-y-pego de la cinta magnética. Sin necesidad de racionalizarlo, algo similar hizo Miles Davis: sus discos eléctricos eran collages confeccionados –por Teo Macero- a partir de improvisaciones o composiciones apenas esbozadas.

La música del último siglo ha sido un cóctel de arte, comercio y ciencia. Participan ingenieros, informáticos y chiflados

Milner no se limita a los estudios de grabación. Recordemos otra obviedad: para horror de Theodor Adorno, la música del último siglo ha sido un cóctel de arte, comercio y ciencia. Por El sonido y la perfección desfilan inventores holandeses, ingenieros militares estadounidenses, ejecutivos japoneses, empleados de la Bell Telephone Company, investigadores alemanes (incluyendo los de la era nazi), programadores de informática, fanáticos y chiflados.

Debe agradecerse la labor del traductor, el músico Yuri Méndez, enfrentado al reto de manejar términos sin equivalentes en español, como loudness, indispensable para entender los motivos de que tanta música digital (¡o publicidad televisiva!) nos suene agresiva. El libro gana puntos por conservar el índice y sumar un epílogo urgente, escrito ex profeso por Milner para la edición española. Por el contrario, se prescinde casi totalmente de las notas, que servían como bibliografía e invitación a profundizar en recovecos fascinantes.

Según avanza El sonido y la perfección, el autor acelera el ritmo y deja abundante territorio virgen. Así, no menciona audacias como el sonido cuadrafónico o las reconstrucciones digitales de pizarras a cargo del australiano Robert Parker. Tampoco dedica mucho espacio a los dilemas del almacenaje y la conservación en soportes condenados a la obsolescencia. Sí recoge el rumor de que la Iglesia de la Cienciología atesora miles de discursos de su fundador, L. Ron Hubbard, preservados en discos de titanio en una cripta subterránea a prueba de cualquier holocausto nuclear; para tal caso, el archivo contiene giradiscos que funcionan por energía solar. Tal vez solo sobrevivan las cucarachas pero podrán aspirar a ser iluminadas por la palabrería de Hubbard.

El sonido y la perfección. Greg Milner. Traducción de Yuri Méndez. Léeme Libros / Lovemonk. Madrid, 2015. 437 páginas. 19,90 euros.

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