_
_
_
_
IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Demasiado Picasso, demasiado poco

En una gran exposición como la del MOMA, la belleza suprema se encuentra en los márgenes, en la escala menor

Antonio Muñoz Molina
Escultura de Picasso exhibida en el MOMA de Nueva York.
Escultura de Picasso exhibida en el MOMA de Nueva York.Andrew Burton (Getty / Afp)

No hay sustituto para la contemplación directa de la obra de arte. Cuanto más proliferan y se perfeccionan los simulacros de lo virtual, mayor es el efecto de sorpresa de lo que llamó George Steiner las presencias reales. En las imágenes de Google Art uno se sumerge para aprender pormenores significativos que el ojo no habría advertido, pero nada de lo aprendido en ese examen sirve para percibir la obra en una plenitud que es visual pero también es táctil, aunque no la toquemos, y que implica el cuerpo entero. Estar delante de un cuadro es como estar delante de un árbol o de una casa o de una persona. Basta un paso al frente o hacia atrás para que cambie una relación en la que existe algo parecido a una corriente magnética en ambas direcciones. El aficionado ávido que ya ha visto más veces la obra y sabe dónde está emplazada la va anticipando cuando se aproxima a ella: en el umbral de la sala o al fondo de un corredor la distingue de lejos. La hora del día, la presencia o la ausencia de público, el estado de ánimo, el cansancio, el nerviosismo, intervienen en la experiencia.

La cualidad imperativa de la presencia real es aún más acusada en la escultura: no hay manera de sustituir el poderío físico del volumen, el tamaño, la gravitación de la materia. Una escultura puede ser rodeada y debería poder tocarse, a no ser que esté hecha con materiales muy frágiles. Una escultura es un gólem que parece siempre a punto de cobrar vida. Aunque esté hecha ayer mismo, parece milenaria. Una buena escultura tiene algo de ídolo de una religión arcaica, algo de ruina arqueológica recién exhumada. Los Toros de Guisando se confunden con las rocas graníticas del paraje árido en el que fueron esculpidos. A una cierta distancia, esas mismas rocas son rebaños inmóviles de Toros de Guisando. Probablemente, mucho antes de que se empezara a tallar la piedra y la madera y a pintar, el estremecimiento de la representación de lo real lo conocieron los seres humanos observando formas llamativas de la naturaleza. Tal vez el principio del arte está en el simple acto de mirar, como en la fotografía: mirar una roca y encontrar la joroba de un bisonte, una rama de un árbol y descubrir en su línea quebrada el perfil de un caballo, unos agujeros en el tronco de un árbol que sugieren unos ojos o la presencia oculta de alguien que mira desde el interior. En la escultura es más evidente que en ninguna otra forma estética la conexión originaria entre el arte y lo sagrado. Otros dioses aparte del de la Biblia modelaron al primer hombre en barro en otros materiales maleables.

Una escultura puede ser rodeada y debería poder tocarse, a no ser que esté hecha con materiales muy frágiles

Por afición a las estatuas, casi lo primero que he hecho al volver a Nueva York ha sido visitar la exposición de esculturas de Picasso en el MOMA. Roberta Smith, en el New York Times, había dicho que es una de esas exposiciones que pueden verse una sola vez en la vida. Peter Schjel­dahl, el crítico del New Yorker, afirma que algunas de estas esculturas solo tienen comparación con las mejores de la Antigüedad. Yo procuro acercarme a una exposición que me atrae mucho con una actitud que podría llamar experimental. Intento no dejarme sugestionar por lo que otros han dicho o escrito; y también no coaccionarme en secreto a mí mismo. Voy a observar la obra, y también voy a observar, con la mayor integridad posible, lo que siento y pienso al encontrarme frente a ella.

La exposición, en primer lugar, es enorme, muy propia de la nueva escala y la nueva atmósfera que se impusieron en el museo después de su ampliación. Con sus espacios desmedidos, con sus escaleras mecánicas, con su inclinación por grandes proyectos algunas veces deslumbrantes y otras efectistas, el MOMA tiene ahora algo de lujoso centro comercial o terminal de aeropuerto. La contemplación sosegada es cada vez más difícil. Riadas de público desembocan de las escaleras mecánicas en las salas de la cuarta planta, ocupada casi entera por las esculturas de Picasso. Al principio, esa acumulación me parece un contratiempo. Poco a poco me doy cuenta de que es el entorno justo que se corresponde con una gran parte de estas obras. La dificultad de distinguir, en el caudal inmenso de la obra de Picasso, la perpetua reinvención de la autoparodia me parece más evidente todavía en la escultura. Picasso, con una torrencialidad semejante a la de Pablo Neruda, arrastra todo tipo de materiales, y con cierta frecuencia parece que se dedica a despachar picassos a toda velocidad, operario sin descanso en una fábrica enorme donde no trabaja nadie más.

Los bronces de mujeronas bulbosas empiezan impresionándome, aunque no tanto como yo esperaba. Al cabo de un rato me hacen pensar en las sobreabundancias carnales de Botero. Picasso, que no parece haber sido un hombre de gran hondura sentimental, se vuelve kitsch cuando quiere representar la maternidad o el amor a los hijos, en los años de su vida familiar con Françoise Gilot: una escultura de 1950, una mujer empujando un carrito de bebé, es de un conformismo estético disfrazado de prudente modernidad digno del pavoroso arte eclesiástico innovador de aquellos mismos años. El público se arracima para hacer fotos con los móviles, pero sobre todo para hacerse selfies con ese picasso de fondo. Siendo Picasso, ofrece todas las garantías halagadoras del arte moderno, sin ninguna de sus aristas o sus inconvenientes.

Picasso, que no parece haber sido un hombre de gran hondura sentimental, se vuelve kitsch cuando quiere representar la maternidad o el amor a los hijos

En una exposición tan desmesurada, la belleza suprema se encuentra en los márgenes, en la escala menor, no en los bronces, sino en los pequeños collages que estallan como fogonazos de inmediata poesía, hallazgos como de chamán primitivo y chamarilero, metáforas visuales cegadoras y urdidas con los materiales más pobres, trozos de cartón o puntas torcidas, maderas rotas, puñados de arena. Hay una especie de grulla que es un trozo de madera, con un clavo que es un ojo, con dos tenedores sujetos con puntas remachadas que se convierten prodigiosamente en patas de zancuda. Hay guitarras cubistas hechas con cartones y trozos de cuerda. Está ese babuino que tiene como cabeza exacta un coche de juguete. Hay un vaciado en bronce de esa cabeza de toro que estaba hecha originalmente con el sillín y el manillar de una bicicleta. Ahí sí que ahonda Picasso en la elementalidad solemne de las esculturas de dioses con cabeza de animal.

Pero quizá lo que se me vuelve más memorable es esa cabeza blanca y lanuda de perro que solo conocía por una foto de Brassaï: es una servilleta de papel desgarrada y retorcida, que quedaría en la mesa de un restaurante al final de la comida, durante la larga sobremesa de conversación, cigarrillos, licores. Picasso la debió de mirar y descubrió en ella una forma que se revelaría plenamente sin hacer casi nada: solo retorcer un poco más los flecos del papel para que fueran las orejas, abrir con la brasa del cigarrillo tres agujeros que se convirtieron al instante en los ojos y la boca del perro. El artista chamán revela en un atisbo la vida oculta en el interior de la materia inanimada.

Escultura de Picasso exhibida en el MOMA de Nueva York.
Escultura de Picasso exhibida en el MOMA de Nueva York.Andrew Burton (Getty / Afp)

Picasso Sculpture. Museo de Arte Moderno (MOMA). Nueva York. Hasta el 7 de febrero de 2016.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_