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Dos funciones argentinas

Ricardo Darín y Érica Rivas arrasan con ‘Escenas de la vida conyugal’, de Bergman. Y Tolcachir, Perotti y Hermida entran en un nuevo territorio con ‘Dinamo’

Marcos Ordóñez
Ricardo Darín y Érica Rivas, en una imagen promocional de ‘Escenas de la vida conyugal’.
Ricardo Darín y Érica Rivas, en una imagen promocional de ‘Escenas de la vida conyugal’.

1 Al ver de nuevo a Ricardo Darín en escena (ha tardado en volver, maestro) recordé su primera visita teatral, en enero de 2003, con Arte, en el Infanta Isabel, con otros dos actorazos, Óscar Martínez y Germán Palacios. Darín era Ivan, el Peter Pan que se resistía a entrar en la vida adulta. Me sorprendió entonces lo contenido de su humor, sobre todo después de ver a un Flotats flamboyant en aquel mismo papel. He pensado en Ivan porque su nuevo protagonista se llama Juan, y también es peterpánico, egoísta como cualquier niño mal crecido, y la contención vuelve a ser su marca de fábrica: estoy hablando de Escenas de la vida conyugal, la versión argentina de la película de Bergman, que arrasó en Buenos Aires, llenó hasta la bandera en el Tívoli barcelonés y también ha colgado el “no hay entradas” en los madrileños Teatros del Canal.

Hace mil años que no veo Escenas de un matrimonio, de Bergman, con los enormes Erland Josephson y Liv Ullman, pero creo recordar que el tono era más severo, más desolado. Federico González del Pino y Fernando Masllorens, adaptadores, y Norma Aleandro, que firma la puesta, y desde luego Darín y Érica Rivas (que sustituye a Valeria Bertuccelli) llevan la propuesta por el lado de la comedia romántica agridulce, en la línea de, pongamos por caso, Chica para matrimonio, la película de Cukor, o El próximo año a la misma hora, la función de Bernard Slade. Eso no quiere decir que en el montaje de Norma Aleandro desaparezcan la emoción, los filos, el trastorno, la profundidad: también estaban en los títulos citados. Simplemente, predomina el humor, cosa que no me parece nada mal.

El texto está dividido en siete cuadros, siete etapas de la relación de una pareja que llevan bastantes años juntos. Aplausos al final de cada escena, cosa infrecuente. En la primera, de diálogo ágil, picadísimo, Juan y Mariana parecen calzar en los modelos de marido tranquilo e irónico y mujer aniñada y neurótica, pero en unos pocos años y con unos cuantos giros de la fortuna eso va a cambiar. Quizás Érica Rivas abuse un poco del cliché pizpireto y alocado. No diré que no sea verosímil. Su tono de comedia es vivaz y gracioso, pero, para mi gusto, un poco de freno no vendría mal. Me gusta mucho más cuando ha de afrontar la “delicada operación quirúrgica”, o en la cuarta escena, cuando estalla la bomba, donde ambos intérpretes están magistrales: ahí es nada resolver ese momento, tenso y largo momento, a pie firme. Y en la siguiente, cuando Rivas habla por teléfono con sus amigos y pasa muy sutilmente de la comedia a la devastación. Disculpen si esto resulta un poco abstracto, pero estoy haciendo equilibrios para no destripar la historia, sobre todo para los espectadores más jóvenes. La que llamaremos escena del estudio es mi preferida de toda la función. Por el texto, de entrada, pero especialmente por la progresión de gamas. Empieza en un tono que me recordó al último Mihura, el Mihura de Solo el amor y la luna traen fortuna (que ya es recordar). Darín sirve ahí una controladísima, matizadísima, soberbia borrachera: por menos a otros les dan un Tony. Y Érica Rivas, que comienza un poco excesiva (la situación está cargada de tensión latente), deja escapar, como una olla a presión, el silbido y el humo del odio acumulado. Poco a poco sucede algo extraordinario: en Juan vemos ya al viejo futuro. Es decir, vemos al viejo de Sarabande, el grandioso y feroz colofón de Bergman. Ahí, pues, con ese estallido amargo, la comedia se borra de un plumazo para restituirse en el último cuadro: baste decir que Mariana tiene una frase que el señor Lubitsch podría haber firmado. Ya la verán, ya la escucharán. Y la función acaba con el teatro puesto en pie, aplaudiendo a todo el equipo.

2 Dinamo, firmada por Claudio Tolcachir, Lautaro Perotti y Melisa Hermida, se estrenó el pasado marzo en Buenos Aires y en verano se vio en el Festival de Aviñón. Yo la he visto en Salt (Girona), en Temporada Alta. A Tolcachir ya le conocen. Perotti y Hermida son cofundadores de la sala (y la escuela) Timbre 4. Perotti dirigió hará dos años en La Pensión de las Pulgas la formidable Breve ejercicio para sobrevivir, con Bárbara Lennie y Santi Marín. A Hermida, también directora y dramaturga, la recordarán como actriz en piezas de Tolcachir como Tercer cuerpo y El viento en un violín.

Dinamo no es un trabajo fácil, pero supone, de entrada, la valentía de adentrarse en un nuevo territorio: a mí me hizo pensar en una versión minimalista y beckettiana de Tres mujeres, aquella lejana película de Altman, nacida de un sueño y bañada en sus aguas. La escenografía de Gonzalo Córdoba es un portento: una casa ambulante llena de recodos, puertas secretas y trampas, varada en mitad de ninguna parte. Tres mujeres, pues, que parecen venir de tres planetas diferentes y se comunican con escasas y extrañas palabras. Ada (Marta Lubos) es una vieja rockera que vive como una ermitaña furiosa. Su sobrina, Marisa (Daniela Pal), que una vez ganó o creyó ganar un partido de tenis y sueña con volver a una cancha imposible, vive en un estado de ansiedad permanente. El personaje de Paula Ransenberg no tiene nombre: es una emigrante que vive oculta en un armario (o sobre el techo de la rou­lotte) y habla en un idioma inventado, como el shaga de Marguerite Duras. Las tres parecen haber perdido algo irrecuperable. Es una función arriesgada porque inventa sus lenguajes. Todo narra: los cuerpos, las acciones, los objetos, la canción de Zarah Leander que cantó Nina Hagen, la gran música en directo de Joaquin Segade, un virtuoso cercano a Ry Cooder. Me falta algo más (quizás un poco de texto) para conocer al personaje de Ada. A ratos tuve la sensación de que Dinamo giraba demasiado sobre sí misma y sus acentos grotescos me fatigaron un poco, pero la obra culmina con una escena descomunal, que abate cualquier suspicacia: la comunión entre Marisa y la emigrante, cuando una habla en su incomprensible idioma y la otra entiende lo que quiere entender, en una escalada de humor, patetismo y gran poesía. Marta Lubos y Daniela Pal bordan todas y cada una de sus intervenciones, pero el trabajo de Paula Ransenberg me dejó absolutamente boquiabierto.

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