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No todos somos turistas

En el Museo Británico los visitantes se hacen 'selfies' abrazados, literalmente, a estatuas milenarias

Estrella de Diego
El pasado julio, un grupo de visitantes del Museo del Prado en una sala dedicada a Goya.
El pasado julio, un grupo de visitantes del Museo del Prado en una sala dedicada a Goya.Gorka Lejarcegi

La imagen no podía, desde luego, ser más elocuente: un pobre niño perdía el equilibrio y para no caerse iba a darse de bruces contra un cuadro en un museo de Taiwán, cuadro que además, creo recordar, era un préstamo. "Uy, la que he liado", parecía decir la estupefacta criatura tras ver el destrozo, buscando consuelo alrededor. La cosa no pasó del susto: la familia no tuvo que hacerse cargo del desaguisado, ya que la colección privada tenía un seguro paraguas, incluso para tropiezos de niños que, con algo en la mano con pinta de vaso de refresco —aunque no me hagan caso que eso seguro que es ya paranoia mía—, recobran la estabilidad de un modo tan aparatoso.

La imagen, viral, trajo consigo entonces pocas reflexiones al respecto, más allá de lo pintoresco y del mensaje último y alentador a los visitantes: "Tranquilos, que el seguro lo paga todo". Y es que, en el fondo, nos hubiera podido pasar a cualquiera, sobre todo, porque si visitamos un domingo por la mañana la sala de Goya donde está el retrato de la familia de Carlos IV en el Museo del Prado, metro de Tokio a la hora punta, con visitantes de todo tipo, incluidos los asiáticos con sus mascarillas —y hacen bien porque con ese gentío te coges lo que no tienes—, hay tanto personal que de repente la tensión baja, se desmaya uno y acaba estampado contra el pobre Goya pintando en el rinconcito.

En el Museo Británico, por ejemplo —y esto sí que no es delirio paranoico—, los visitantes se hacen selfies abrazados —literalmente— a las estatuas milenarias, en un trajín de idas y venidas inaudito para un templo del saber, contemplada la maniobra por unos vigilantes indiferentes, como si hubieran tirado la toalla. En mi adorada Barcelona, devorada por huéspedes de todo a cien, los viajeros entran al museo en chancletas llenas de arena casi, porque todo se mezcla en el mundo turístico que en un momento como el actual se ha convertido para países como este en fuente de financiación primaria, tal vez porque por cada niño que se cae contra cuadro, hay millones de niños que compran bocadillos y refrescos y gastan en chuches o bolsos de alta gama.

Y no es que me meta con el turismo, sobre todo porque viene el ministro del ramo y me la cargo ahora que todos celebran la marca España en un país que ya es mayoritariamente de servicios, pero estaría bien que esos millones de personas que se mueven por el mundo tuvieran una relación más afectiva con lo que van a visitar. Estaría bien que les guiara la belleza, la curiosidad, el conocimiento y no solo hacerse el selfie con el palo —qué peligro— para subirlo a las redes sociales. De hecho, y aunque sea impopular, me parece que ya no todos somos turistas, como decía Dean MacCannell en su libro seminal de finales de los setenta del XX, El turista. Una nueva teoría de clase ociosa —traducido por la editorial Melusina de Barcelona—. Para él todos caemos en los mismos errores y nadie es superior a nadie a la hora de viajar por las culturales ajenas, si bien la tesis debería ser revisitada hoy. Y no es que me crea superior y quiera que se vaya todo el mundo del museo para poder ver algo. Pero ¿imaginan si al entrar se nos pidiera un certificado que acreditara el interés genuino? Claro que con la guerra de los visitantes lo esencial es que pasen y pasen, incluso en busca del selfie —prohibido en el Prado, menos mal—. ¿Que todos somos turistas? No estoy tan segura. Algunos al menos no nos abrazamos a las estatuas milenarias del British para hacernos una foto. Algo es algo.

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