El autor que quiere contarlo todo
Franzen no esconde su amor por la novela decimonónica, ni por la obsesión detallista de corte balzaciano en pos de la “gran novela americana”
Las correcciones fue la novela que otorgó fama y fortuna a su autor, Jonathan Franzen. Trataba de la enfermedad y el dinero a través de una familia del Medio Oeste. La siguiente, Libertad, afrontaba la cuestión de la libertad moral e inmoral, y le supuso a su autor la confirmación de su talento y la polémica sobre si se trataba de una operación de imagen para encumbrarlo al top de la narrativa americana. Ahora llega Pureza, novela que aborda el asunto de la verdad y la pureza, conceptos que pueden extenderse hasta el fanatismo o la inmolación. En todas ellas, el tema escogido se resuelve siempre entre individuos, no es un asunto colectivo; lo que sí es colectivo es el escenario por el que transitan tales personajes. Purity (Pureza) Tyler, llamada Pip, es una joven universitaria que debe reingresar a la Universidad el importe de sus estudios y que vive de okupa en Oakland. Está obsesionada por la figura de un tal Andreas Wolff, líder de una asociación llamada Sunlight Project que se dedica al filtrado de información en nombre de la verdad y de la libertad, una suerte de Julian Assange y su Wikileaks, solo que Wolff considera a Assange y demás un impostor moralmente despreciable.
En la ficción, Andreas aparece como sobrino de un personaje real, Markus Wolff, el espía del que se valió Le Carré para crear a Karla, el antagonista de Smiley. Andreas, un exciudadano de la RDA, conoció en Leipzig a un joven como él, norteamericano, John Aberand, y ambos quedan unidos por un acto y un secreto que será decisivo. Más tarde, John y su pareja, Anabel, una niña rica que odia el dinero de su padre y es una fantasiosa inútil y un tanto histérica, viven un historia de amor compulsiva; él acaba dando en periodista de prestigio años después lo mismo que Andreas en gurú perseguido por sus filtraciones y refugiado en la selva boliviana con el visto bueno de Evo Morales. Franzen, que no desdeña la complejidad, consigue sacar a sus personajes del pegajoso pantanal de sus complejas relaciones y los deposita en la orilla bien embarrados, eso sí, pero atando cabos y relaciones con satisfactoria habilidad.
El autor no esconde su amor por la novela decimonónica y aquí menos que nunca. Hay un tránsito de su bien asimilada lección de los posmodernos presente en Las correcciones a la obsesión detallista de corte balzaciano que se advierte en Pureza y que recuerda las exigencias de Tom Wolfe para la “gran novela americana”. Sólo lo recuerda, porque la prosa de Wolfe carece de misterio, como señaló Anthony Burgess, pero lo cierto es que cada vez que Franzen da paso a un personaje, retrocede para tomar impulso y data exhaustivamente la procedencia, y esta es una de las debilidades de la novela: acaba abrumando porque resulta demasiado explicativo, y esta necesidad de explicar —y en más de un caso de impartir teórica— hace pensar que no acaba de confiar del todo en sus personajes por sí mismos y se apoya en un narrador inidentificable. En la lucha del individuo por su supervivencia, la intimidad, su último reducto de pureza, está amenazada por Internet.
Los personajes, cada uno con su drama y su misión, se aplican a defender la verdad; para ello, Andreas usa a fondo Internet, pero Internet es también, globalmente, una máquina de muerte de la individualidad. Tras cada acto de pureza, tras cada intento de alcanzar la verdad por dolorosa que sea o escondida que pueda hallarse, está también su reverso, la parte oscura, cobarde, mentirosa del ser humano. Mas todo tiene su paradoja: Andreas piensa hacia el final que “lo que ocurría en el mundo virtual, en el que la belleza existía para ser objeto de odio y vejación, era más sugestivo que lo que ocurría en el mundo real, donde la belleza no parecía tener ningún propósito”. Pip es la única que se mantiene a flote, un gran personaje, la verdad de la novela. Y conviene señalar que Franzen no tiene miedo alguno a llegar a donde el relato le lleve. Ahí es valiente y, además, se apoya en una prosa de soberbia musculatura literaria.
Setecientas páginas son muchas páginas, aunque alguno de sus colegas americanos no se ahorcan por menos de mil, pero hay que ser Tolstói para escribir Guerra y paz. Los grandes tochos de la narrativa USA, desde los sesenta para acá, están urgidos por el mito de escribir la “gran novela americana”. No es intento despreciable, aunque es posible que esa especie de ballena blanca que tantos persiguen con la intención de darle caza no sea sino una pieza de otro tamaño y quizá ya haya sido escrita hace tiempo. Estoy pensando, no sé por qué, en El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald.
Pureza. Jonathan Franzen. Traducción de Enrique de Hériz. Salamandra. Barcelona, 2015. 704 páginas. 24 euros
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