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Muertes paralelas

Sin cursilería, Gabriela Ybarra narra en 'El comensal' el asesinato de su abuelo a manos de ETA y el cáncer de su madre

Quizá debamos empezar por hablar del estilo para transmitir la fascinación que provoca la primera novela de Gabriela Ybarra (Bilbao, 1983). Despojado, honesto, exacto y neutral. ¿Por qué neutral? Porque El comensal narra dos episodios de la vida de la familia de la autora con una claridad, levedad y falta de afectación poco comunes en esta clase de temas.

El primer episodio es el asesinato de su abuelo, el empresario, exalcade de Bilbao y expresidente de la Diputación de Bizkaia Javier de Ybarra, a manos de ETA en 1977. Su abuelo pertenecía a una de las 10 o 12 familias que durante el franquismo y “hasta finales de los setenta [ocuparon] los cargos de poder de Vizcaya”.

El segundo episodio es la enfermedad, el tratamiento y la muerte de cáncer de la madre, todavía joven, de la narradora. Ambas muertes se entrelazan en una suerte de maduración del sentido de la realidad, casi un aprendizaje empático, sin cursilería. Y conforman un momento de unión de la historia personal con la historia social. “De vez en cuando, mi padre hablaba sobre mi abuelo. Comparaba una muerte con otra”, escribe Ybarra. Y añade: “Mi intimidad aún es política. La muerte de mi madre, también”.

¿Pero qué tiene El comensal que no tengan otras “novelas de duelo”, cada vez más abundantes en nuestra sociedad, que pretende vivir de espaldas a la muerte? Primero diremos qué no tiene. No tiene cursilería, egocentrismo ni demasiada introspección. La autora descubre pronto que narrar la muerte es aprender a mirar alrededor, imaginar y acompañar. Por eso las páginas dedicadas al hospital neoyorquino donde la madre recibe el tratamiento de quimioterapia son salvíficas a pesar de lo terrible. Y por eso el capítulo de la muerte del abuelo, que la autora no vivió, pero que marcó a su familia, es recreado con una imaginación ajustada por igual a la objetividad de los hechos y a la ambigüedad de las interpretaciones.

El comensal tampoco tiene mala conciencia de clase ni disimulo. Es interesante cómo la autora relata una educación de clase alta en clubes de golf, con caprichos caros y buenos propósitos católicos. Uno vive la vida que le toca vivir, parece decir, sin arrepentimiento y sin ceguera. Sin eludir la visión social en la que uno no siempre sale bien parado. Por eso al lector podría parecerle una broma el momento en que Ybarra sueña con un desclasamiento hacia abajo (“mi padre fantaseaba […] con ser hijo de cocinera. De adolescente yo también tenía el mismo deseo, creía que lo que ocurría en otros barrios era mucho más interesante que lo que pasaba en el nuestro”), si no fuera porque la hondura de su estilo se alimenta de esta “capacidad negativa”. Escribe en busca de equilibrio: narra para ponerse en el lugar de otro. Ese otro pueden ser la madre enferma y el padre, del que se va separando al crecer, y los médicos y los amantes de una noche. Pero también los asesinos de su abuelo o los que enviaron un paquete bomba a su casa cuando ella era una niña: “Miro fotos de etarras e investigo sus vidas. Me cuesta aceptarles, porque asumir su humanidad significa que yo también podría llegar a hacer algo así. Mi conciencia estaba más tranquila cuando imaginaba que eran locos o que no eran personas”.

En su famoso ensayo El narrador, en sintonía con la poética de este libro, Walter Benjamin desarrollaba dos ideas a propósito del arte de narrar: la bancarrota de la experiencia y la pérdida de fuerza plástica en la conciencia colectiva del pensamiento de la muerte. El comensal, esa silla vacía que acompaña a la familia en cada comida, es la representación honesta de esta ausencia. “Imaginar ha sido la única opción que he tenido para intentar comprender”, escribe Ybarra. Ha conseguido algo más importante que comprender: acompañar, una de las funciones de la literatura.

El comensal. Gabriela Ybarra. Caballo de Troya Madrid, 2015. 176 páginas. 15,90 euros.

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