El sol de la infancia
En 'El niño descalzo', Juan Cruz escribe a su nieto para contarle la infancia de su hija, madre del niño, y la suya propia. Un ejercicio de memoria entre tres generaciones
Es el escritor Juan Cruz Ruiz, sin dejar nunca de ser el periodista Juan Cruz, un hombre de obsesiones, controladas pero firmes, y una de ellas estaba recogida en ese papelillo testamentario que se le cayó, al cruzar la raya pirenaica, de un bolsillo de su abrigo raído, abrigo de exilio, a don Antonio, esos versos últimos machadianos: “Los días azules, el sol de la infancia”.
Confiesa Juan Cruz Ruiz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948) que escribe siempre para entender la infancia, y los lectores de sus novelas, de sus estampas de memoria personal, lo saben: la mayoría de sus libros de ficción controlada están teñidos de esa melancolía que da el mirar hacia atrás, al niño que fue, o al que se fue, o al niño que nunca dejó de ser, y eso sin mirarse nunca en los espejos, a los que aborrece.
El niño que fue en tantos libros anteriores, desde aquel de la foto de los suecos (no sé si es el mejor de los suyos, pero es el que más huella dejó en el almario de este lector) hasta cualquier otro (Ojalá octubre, por ejemplo, sobre su padre), hasta este mismo, cuando ya el niño que fue él no corretea en su memoria, sino delante de sus ojos, y a ese niño, que es su nieto, le escribe una larga carta o — pues no deja nunca de ser periodista, su oficio— una larga crónica sin limitación de espacio, y le escribe a su nieto, que tiene tres, cinco años para contarle los tres, cinco años, de Eva, su hija, la madre, y a su vez para contarle cómo fue aquel niño canario, descalzo, asmático, que ahora es abuelo, y es que siempre es el mismo sol, el de la infancia (aunque el sol de su hija cuando niña fuera tibio, excesivamente británico). Escribe, sí, dice en algún momento del libro, para entender la infancia, para explicársela.
Y también en otro momento confiesa que solo es (o quisiera ser) poeta, y desde esta vocación ha escrito este libro de confesiones, esta larga carta a su nieto que empieza, esta carta que tiene tantos fragmentos de otra —acaso más difícil: otros tiempos, otras situaciones personales, pudorosamente (des)veladas— dirigida a su hija, a la niña que fue cuando el otro (tibio) sol de la infancia (británica).
Fragmentos que se mezclan, se traspapelan, con esa inabarcable carta que viene escribiendo desde siempre, en sus libros de ficción, a ese niño descalzo, asmático, canario. Y este desvestirse anímicamente —sin mirarse en el espejo—, este confesarse hijo (su madre ocupa un lugar destacadísimo en su literatura confesional y memorialística: la madre es un papel más agradecido, más fácil literariamente; el padre es otra cosa, cuando aparece proyecta sombras, silencios, enigmas: y atrae), padre y, ahora, abuelo, lo hace desde el borde del precipicio, manteniendo el equilibrio, sin despeñarse desvanecido por esa flor tóxica que es lo sensiblero (riesgo que corría y que asume). Quizás ha escrito su libro más poético —él que se confiesa poeta— pues era materia que le concernía, que le importaba. Y lo ha conseguido: conmover al lector.
El niño descalzo. Juan Cruz. Alfaguara. Madrid, 2015. 300 páginas. 18,90 euros.
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