Deseo de habitar
Con anticipación luminosa se emprende el trayecto para ver la muestra de Cristina Iglesias en Madrid
Anda en busca del reflejo. Fija la mirada en el agua de los pozos, en los aparentes fondos marinos, y tiene una capacidad inesperada de poetizar los lugares y cambiarlos, convertirlos en sensaciones que cuesta describir con palabras. Es un vaivén que arrulla y arrastra, que transporta hacia lugares fuera del tiempo donde una naturaleza propia de A contrapelo —insólita y deslumbrante— lo invade todo flotando, como en el agua. Es una especie de vestigio irreverente que se apodera del cuerpo completo mientras va paseando entre las celosías, el claroscuro, los planos, las transparencias, los dobles sentidos en los espacios de Cristina Iglesias.
Con esa anticipación luminosa se emprende el trayecto para ver su actual muestra en Madrid. Hace calor esta mañana de sábado y la sala de exposición en la Casa de la Moneda, un poco fuera del circuito habitual, obliga a cambiar el trayecto. Al entrar se tiene la sensación de llegar a un aeropuerto, con el arco para detectar metales y el móvil en la bandeja antes de pasar el bolso por los rayos. Se coge el ascensor, con estoicismo, hasta la tercera planta, donde se despliegan las enormes serigrafías de Cristina Iglesias. De inmediato explota la narración infinita.
Se trata de un espacio expandido que organiza un contrapunto perfecto con sus esculturas, un juego en dos dimensiones que habla del espacio tridimensional de Iglesias, una especie de lugar de lo pictórico barroco que impregna toda su producción. Las grandes planchas de cobre se van modulando con el espacio y con la luz y, sobre todo, con el paso del visitante, quien acaba por formar parte de ese conjunto de reflejos donde lo de fuera y lo dentro se trasfunden.
Y vuelve de pronto el bello pasaje de la Cámara lúcida de Roland Barthes en el cual el autor recuerda la fotografía con la que frente a ella siente una sensación inesperada, un deseo de habitarla. De igual manera, las grandes dimensiones de cobre crean una celosía visual —cuento “orientalizante” de Beckford, un autor fetiche de la artista con su Vathek— que nos va envolviendo en el paseo: estamos atrapados y no únicamente en nuestro reflejo, sino en unas obras que por momentos se convierten en inexpugnables y por momentos en frágiles —ocurre con el trabajo de Iglesias: exige de nosotros estar dispuestos a dejarnos aniquilar por el deseo de habitarlo—. De repente, el fondo marino reaparece y la naturaleza nos inunda: habitamos ese fondo y flotamos en él, nos envuelve igual que las vegetaciones tridimensionales de la autora. Desaparecemos, al fin, entre los pliegues de las superficies.
Se despliegan las enormes serigrafías de Cristina Iglesias y explota la narración infinita
Una voz abrupta nos devuelve a la realidad de la mañana de julio: están cerrando. Así que recorremos el camino en sentido inverso, sintiendo cómo una parte de nuestras sensaciones se ha quedado en la sala, tan fuerte era el deseo de habitar. Luego, cuando la luz se apague y el agua lo gobierne todo desde el cobre y la seda, cuando las vegetaciones utópicas se entrelacen insinuantes y las arquitecturas ilimitadas se expandan majestuosas, volverá a gobernar el misterio insondable para el cual las palabras se quedan cortas también ese sábado a mediodía. Fuera hace más calor si cabe: el sábado madrileño nos ha robado los fondos marinos que hace un rato nos envolvían. Justo enfrente, se descubre fuera del tiempo La moderna apicultura, una tienda de fachada baja, de principios del XX, momento en que se inaugura este local donde se vende miel y sus derivados, además de productos para la apicultura. Qué extraña coincidencia que al salir de la naturaleza utópica nos reciban las abejas volando desde la fachada. Como a veces el calor nos pone melancólicos, parece inevitable pensar cuántas cosas importantes vamos perdiendo cada vez que decidimos no apartarnos de nuestro trayecto.
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