Zweig, Zenda, Zembla, Zentropa, Zubrowka, Kakania
El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson, es un penúltimo ataque de “nostalgia de la nostalgia” imperial. Un mundo perdido que fue descrito por Zweig y Roth
Última secuencia de la película, que, como otras de este director, se mueve en un terreno narrativo especial, un terreno de alegría saltarina con un fondo melancólico, un rótulo lapidario nos informa de que está inspirada en la obra de Stefan Zweig, autor que tanto en España como en Estados Unidos ha conocido últimamente una nueva vida editorial, un nuevo favor de los lectores, y que Anderson descubrió con gran interés hace seis años. Zweig, con “Z” de Zenda, Zembla, Zentropa, Zubrowka, y demás sitios de fantasía —calles medievales, iglesias barrocas y palacios rococó, lentos ferrocarriles, ríos caudalosos, chapiteles pinchando con su aguda punta la panza del cielo nuboso, un emperador anciano y con patillas, jerarquía, tedio, rutina, convenciones, ceremonias y militares con quepis y uniforme de colorines— que siempre están situados en algún remoto, casi inaccesible lugar del imperio danubiano y configuran el mapa de la nostalgia. Fascinado, pues, por las narraciones de Stefan Zweig, por “la voz y el tono con que relata, como si se tratase de un cuento, vidas que podían ser dramáticas, vidas torturadas y secretas”, por esos relatos que, como los del angelical Leo Perutz, parecen contar cuentos para niños y llevan dentro la tragedia in nuce de la condición humana; y sobre todo fascinado por El mundo de ayer, autobiografía a la que Zweig puso fin dos días antes de suicidarse en Petrópolis, Brasil, en compañía de su esposa, lejos de todo lo que había constituido su vida hasta entonces, Anderson se propuso con El Gran Hotel Budapest hacer, como dice él, “algo zweigesco”, empezando por ponerle a Ralph Fiennes el bigote de Stefan Zweig y dándole a su personaje de maître de hotel y gigoló de ancianas acaudaladas un fondo de entereza moral, secreta pero activa cuando las circunstancias lo exigen, una decencia, una bondad muy zweigesca. Y así hizo esta película que parece tan bella y entretenida y que mejora si uno después de verla la recuerda y piensa en ella; y según piensa más, y más tiempo ha pasado desde que la vio, mejora más. Como Zentropa, y como todo, quizás.
Y ya que hablamos de ello y hemos mencionado la alegría saltarina, el fasto melancólico o el jugueteo con fondo trágico común en las películas de Anderson, recordaremos que Zweig, Zenda, Zembla, Zentropa, Zubrowka, Kakania, o sea Zentroeuropa en la primera mitad del siglo XX, un pasado y un imaginario que en su mayor parte se había hundido como una Atlántida detrás del telón de acero —y así el resplandeciente, rosado, Grand Hotel Budapest de 1900, lírico de puro suntuoso, y casi levitando con el gas de su propia esplendorosa plenitud, en 1968 está venido a menos, un hotel del comunismo, raído y ramplón— emergió de nuevo a nuestra conciencia y a nuestra imaginación ya tres o cuatro años antes de que cayese el muro: emergió Austria-Hungría entera, aunque en versión Reader’s Digest, en 1986, en el centro Georges Pompidou, con la exposición muy apropiadamente titulada Viena 1880-1938. El apocalipsis alegre.
La locura planificada
Anda todo el mundo hipnotizado con las imágenes de las películas de Wes Anderson, con sus encuadres, sus múltiples y trabajados planos, y pocos espectadores reflexionan sobre la coreografía interior, sobre cómo andan los personajes en el cine de este texano reconvertido en parisiense de pro. Arrancan, paran, arrancan, paran. Siempre a impulsos meticulosamente coreografiados. La velocidad de su cine no está tanto en la cámara como sí en lo que ocurre dentro de plano y en el montaje. Y ese ritmo lo ha ido depurando hasta convertir El Gran Hotel Budapest en una comedia alocada con diálogos de screwball. En su paquete cinematográfico también importan su diseño de producción creativo, la imponente banda sonora de Alexandre Desplat y las interpretaciones de una pléyade de estrellas. Todo suma para obtener un delicioso entretenimiento.
Era justicia poética, digo, que en 1986 resucitase precisamente en París el fabuloso legado de la aventura intelectual y estética de Zentropa, a la que ahora celebra, con esta película que es el paradigma de la nostalgia de lo desconocido, o mejor dicho de su nostalgia, “nostalgia de la nostalgia”: Anderson, un señor de Texas como podría ser de otro sitio cualquiera, pues esas radiaciones alcanzan al mundo entero, y más allá, ¿o no navegan las naves espaciales de Kubrick al ritmo de El Danubio azul?
Quintaesencia de una quintaesencia, el catálogo de L’apocalypse joyeuse diré que pesa varios kilos, y la lista de artistas, escritores, científicos y demás personajes creativos reunidos en el índice es interminable como la lista de bajas de una gran batalla de material de la primera guerra, de Schnitzler a Schönberg, de Siccardsburg a Olbrich, a Loos… Yo visité en 1986 esa exposición en la compañía espiritual de François Fejtö, el periodista húngaro exiliado en París, convertido en historiador y conocido por su Requiem por un imperio difunto, donde, contra la historiografía de la época, sostenía que los conflictos nacionales no habrían conducido fatalmente al desmembramiento de la monarquía austro-húngara si los aliados no hubieran decidido su destrucción, y que el mundo se podía haber ahorrado todo lo que vino después.
Yo le decía que Josep Roth, el protegido y parásito de Zweig, el pequeño judío alcohólico, mísero sablista, socialmente nulo, escritor genial a destajo, esposo de tres pobres locas, pese a todo eso y demás penosas circunstancias, no equivocaba nunca el juicio, lo comprendía todo a la primera mirada, en Moscú le bastaron tres días para entender la naturaleza del bolchevismo (para disgusto de Benjamin, que pasó allí meses y sólo sacó en claro unos juguetitos para su colección), con sólo consultar su copa de absenta predijo como un vidente lo que pasaría con el Tercer Reich, y por eso sus conspiraciones a favor de la restauración de los Habsburgo serían anacronías ridículas, pero ridículas como las cartas de amor que es más ridículo no haber escrito nunca, ¿no le parece, Fejtö? Y el historiador asentía con la cabeza, pero como su presencia era virtual no podía decir nada.
Anderson se propuso hacer, como él dice, “algo zweigesco”, empezando por ponerle a Fiennes el bigote de Stefan Zweig
Pobre Roth, porque la historia es cínica, pero la vida es implacablemente moralista y él tuvo que morir de la peor manera posible, en un delirium tremens embrujado de visiones terroríficas que duró tres días. Ese fin suyo es el verdadero “finis Austriae”, que prefigura el de Europa según se ha dicho tantas veces, fin del que cada dos o tres años veo los signos en la pared.
¡Por fin conocí a Fejtö, y de verdad, no virtualmente! Era ya en los años noventa y estaba en París entrevistándole con motivo, si no recuerdo mal, de su nuevo libro, Où va le temps qui passe? (¿Adónde va el tiempo que pasa?). Ya era un hombre mayor que cargaba a sus espaldas el peso del imperio desvanecido, pero le quedaba vigor para eso y más, y para todavía unos cuantos años de vida, y después bajamos por los bulevares hacia el Parlamento, donde tenía una cita. Íbamos caminando, porque no había taxis ni metro, estaba París en huelga, enfadada. Hablábamos del imperio, claro, y yo le cité las famosas primeras frases de El mundo de ayer, de Zweig: “Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crie, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad”.
Había en el cielo crepuscular una luz de incendios, los puentes sobre el Sena estaban cortados, se oían a lo lejos los gritos de los manifestantes y las sirenas de la policía. Le pregunté: “Fejtö, ¿vamos a la catástrofe?”. Respondió: “Sólo vamos al Parlamento. Pero el camino está cortado. ¿Se da cuenta? Los franceses parecen haberse vuelto locos. ¿Es que no confían en Europa?”. Le dije: “¿Y usted?”. Él era optimista. Los Campos Elíseos estaban decorados con las imponentes esculturas de desnudos de hombres y mujeres, como dioses obesos en cuyas redondeces de bronce se reflejaba la luz púrpura de las farolas que acababan de encenderse. “¿Le gusta Botero?”, le pregunté. Se le dibujó media sonrisa y dijo: “Prefiero a Maillol”.
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