Pipa, lupa y cocaína
Sherlock Holmes se ha convertido en uno de los más conspicuos iconos de la cultura popular. Sus novelas siguen reeditándose, leyéndose y estudiándose
Habla Sherlock Holmes: “Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por más que sea improbable, debe ser la verdad”. Ese principio, además de la convicción de que nunca hay que confundir lo extraordinario con lo misterioso, se encuentra en la base del método investigador del detective más célebre de la historia. Un personaje que, como se sabe, llegó a absorber la consistencia vital de su creador, canibalizándolo y apropiándose de una existencia “real” que sólo en contadas ocasiones ostentan las criaturas literarias. En cuanto a Conan Doyle, que siempre pensó que el éxito de su personaje (a quien llegó a asesinar) torpedeaba y oscurecía su “obra más alta” (es decir, sus novelas “serias” y prescindibles), su mayor logro es haber inaugurado la moderna narración de sabuesos, más allá de los precursores Poe o Gaboriau. Y lo hizo de la mano de un personaje atrabiliario y arrogante, excéntrico y dotado de un atractivo toque bohemio, aficionado a la música, al boxeo y a los disfraces, bipolar, depresivo y cocainómano, con una marcada aversión a las mujeres (aunque amó a su manera a la “fatal” Irene Adler), capaz de distinguir entre casi un centenar de cenizas de cigarros y dueño de conocimientos enciclopédicos, aunque nada dotado para la filosofía o la literatura (no había oído hablar de Carlyle, que es, salvadas las distancias, como no saber quién es Fernando Savater). Ese personaje inolvidable, la “máquina de pensar más perfecta que he conocido” (según lo caracterizó su incondicional Sancho Panza), que sólo se siente a gusto con villanos a su altura intelectual (como Moriarty), que formó con el doctor Watson la mas conocida “pareja de hecho” literaria del victorianismo tardío, y que ha sido interpretado en el cine por actores como, entre otros muchos, John Barrimore, Clive Brook, el gran Basil Rathbone, Peter Cushing, Peter O’Toole, Robert Stephens o Robert Downey, se ha convertido en uno de los más conspicuos iconos de la cultura popular. Sus novelas siguen reeditándose, leyéndose y estudiándose no sólo como modelo de los whodunnit de la edad de oro de la novela policiaca clásica y de la pirotecnia deductiva de sus grandes protagonistas, sino como ejemplo de “personaje redondo” que se desvela desde su primera aparición. El flamante sello Penguin Clásicos ha publicado en tres elegantes tomos (en total, 38,85 euros) todo el corpus holmesiano en traducciones de Esther Tusquets y Juan Camargo. En todo caso, si lo que desean es una edición compacta y crítica, también les recomiendo Todo Sherlock Holmes (Cátedra; 30,60 euros), en el que se recogen, minuciosamente fechadas y comentadas por Jesús Urceloy, todas sus novelas y relatos (traducciones de Julio Gómez de la Serna, Ramiro Sánchez, María Engracia Pujals y Juan Manuel Ibars).
Cólera
La Ilíada, que es casi como decir la literatura europea, se inicia con una palabra que hoy, por distintas razones, viene otra vez al caso: cólera. Mênin, aeide, thea, reza la primera parte de su primer hexámetro dactílico, “la cólera, canta, ¡oh diosa!” (del pélida Aquiles). Cólera (y cansancio) es lo que hoy siente el pueblo griego en esta historia interminable (por ahora), cuyas pretendidas complejidades se van obviando a medida que se calienta la crisis para dar paso al relato mucho más simple e interesado de buenos y villanos que nos venden los comerciantes del miedo y de la catástrofe que pretenden marcar el destino de Europa. Nadie —tampoco los satisfechos pensionistas alemanes inducidos a pensar que aquí, en el Sur, somos pícaras cigarras, tumbadas perpetuamente a la bartola— parece recordar que Alemania es uno de los países de Europa a los que se les ha perdonado más deuda (a pesar de haber provocado la mayor matanza de la historia). Ni que fue la complicidad de las políticas neoliberales con las élites y Gobiernos “extractivos” de Grecia los que provocaron esa corrupción generalizada que reflejan tan bien las novelas de Márkaris. Nadie recuerda tampoco que fue la troika la que obligó a Grecia a pedir créditos, a pesar de saber que jamás podría pagarlos: los grandes beneficiarios de esa aberración fueron sus tradicionales bancos prestatarios, que, en muchos casos, acabaron siendo rescatados. Ni siquiera se recuerda que la espantada griega de las negociaciones ha tenido lugar después de que el Gobierno de Tsipras, que ya había aceptado sobrepasar algunas líneas rojas de su programa electoral, se viera sorprendido por las nuevas condiciones impuestas por el FMI y su feroz, elegante, “decepcionada” (e imputada) directora. Lo que cada vez queda más claro para muchos es que lo que aquí manda es la política —no la economía— que les gusta a los grandes banqueros, y que se reduce a que sólo hay una forma de construir Europa: la suya. De modo que hay que ejemplarizar y evitar que en otros sitios puedan llegar al poder “populistas” dispuestos a poner en cuestión los principios de quienes hoy mandan. Sobre Homero, sus héroes y villanos (con más consistencia y empaque que los de hoy) y su tiempo les recomiendo dos libros recientes. El primero, un ensayo magistral, es La guerra que mató a Aquiles (Acantilado), de Caroline Alexander, que se ciñe al tema fundamental de la Ilíada: la guerra y la catástrofe que supuso para los que la vivieron. El segundo, pensado como guía alternativa de los lugares homéricos, es El mundo de Homero (Crítica), de John Freely.
Ferres
Antonio Ferres (Madrid, 1924) ha sido uno de los escritores peor tratados de la reciente historia de la literatura española. Tuvo la mala suerte de seguir haciendo literatura “social” cuando aquí los vientos del campo literario empezaban a soplar en contra (en la época del desarrollismo) y la crítica hegemónica aventaba el descrédito hacia aquel grupo de escritores madrileños y socialrealistas que tuvieron la osadía de “vincular su literatura a los problemas de la realidad que les tocó vivir”. Hoy, con 91 años, Ferres sigue en la brecha, lleno de vitalidad e inspiración. Buscando a Antonio Ferres, del científico y escritor Francisco García Olmedo, es un estupendo ensayo, a caballo de la biografía y el testimonio admirado, sobre la vida, obra y peripecia de un autor al que las jóvenes generaciones vienen reivindicando. El libro —como gran parte de la obra de Ferres— está publicado por Gadir.
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