Matadlos, matadlos a todos (y traedme unas palomitas)
Un tipo entra en el bar de un pueblo de mala muerte a tomarse un whisky. Poco después entra otro tipo al mismo bar. Se sienta en la barra y por aquello de dar conversación le dice al dueño del garito que es el nuevo sheriff del pueblo y que ha llegado un día antes al pueblo para saber qué se cuece por allí. Cuando están en mitad de la conversación, dos ladrones de poca monta entran en el bar a robar. La cosa se complica, disparan al sheriff y éste muere. Sobre la marcha, el otro tipo (que no sabemos quién es) decide que ocupará la identidad del fallecido, con la complicidad del amo del bar.
Así arranca la primera temporada de Banshee, con un equívoco oportuno que da pie a un sinfín de polvos, violencia y crímenes de manos de un amish sociópata, un asesino bajito, dos ladrones profesionales, un hacker gay, una docena de cabezas rapadas, indios terroristas, unos militares corruptos, traficantes de droga… hasta el punto de que viendo el tamaño del pueblo se hace difícil entender que haya tanta gente allí. Todos/as están como cabras y lo único que les hace falta para coger un bate de béisbol y arrancarte la cabeza es que llueva o que haga demasiado calor. De hecho, no les hace falta ninguna excusa para arrancarte la cabeza.
En Banshee todos/as follan con todos/as (los parentescos son un detalle sin importancia), el sheriff es un delincuente sin escrúpulos que de cuando en cuando se las de Robin Hood (ese es, precisamente, su apellido —en realidad el del sheriff, al que suplanta—, Hood) y la violencia es absolutamente gratuita, hiper-gráfica y letal. Los personajes son de papel de fumar; el sheriff Hood siempre arrastra esa tormenta interior que tan bien le sienta a su protagonista (Antony Starr), un tipo de grandes ojos azules que no lloraría aunque mataran a su madre en sus narices con un bazooka. El malo, Kai Proctor (el magnífico Ulrich Thomsen), un chiflado rubio con flequillo y de voz reposada, está enseñando a su sobrina (una femme fatale de manual encarnada con perversa diversión por la bellísima Lili Simmons) el negocio de la sangre, las drogas y el sexo, y ella aprende a la velocidad del rayo. Y luego está Ivana Milicevic, que parece haber nacido para decir eso de Jessica Rabbit: “Yo no soy mala, es que me han dibujado así”.
Hasta aquí todo bien, una serie gris, donde llueve más que en Galicia, donde no han visto el sol desde el pleistoceno pero en el que se pasan el día sudando a mares (el sexo a trompazos y los hachazos a traición es lo que tienen). Sin embargo, cuando uno ve que el productor ejecutivo es un tal Alan Ball (el de A dos metros bajo tierra y True blood) y que HBO ha metido mano a través de Cinemax la cosa se pone más interesante. Y aquí viene lo bueno: Banshee funciona. Banshee es adictiva. Banshee es uno de los delirios más disfuncionales que se han visto jamás en la pequeña pantalla (ríase usted de Hijos de la anarquía y demás shows con ánimo provocador) y precisamente por eso uno decide echarse al campo a ver qué pasa.
Es tal el grado de sadismo y folleteo en la serie que al final es inevitable echarse unas risas pensando en si a los guionistas les ha salido así a propósito y han perpetrado la mejor parodia de la clásica serie de tipos duros jamás parida. O si lo han hecho sin querer y por tanto se merecen un abrazo. Grande.
Banshee es loca hasta el paroxismo, un pueblo que parece más peligroso que Siria donde la autoridad es el revólver más rápido y donde hay más tiros que en Dodge City y Tombstone juntas. Pero a pesar de ello allí nadie se acerca a molestar. En la tercera temporada, además de cargarse a un personaje principal, han añadido a un policía skin-head con una esvástica tatuada en la cara que trata de redimirse, a un indio (o nativo-americano) que parece el increíble Hulk y a unos gánsters con un jefe ciego que lleva grabado en la cara: “Por favor, sé que me vais a matar con extrema crueldad, pero dejadme salir en unos cuantos episodios”.
Absurda, escrita con vagancia, dirigida sin entusiasmos, Banshee no es para amantes del placer artie sino para fans de la acción tarantiniana pasado por el filtro de la serie B televisiva. Además, es una serie curiosamente femenina, donde el matriarcado tiene mucho que decir: allí las empotradoras son ellas. Ellas deciden la hora, el sitio y el lugar. Y ellas disparan con un arma más grande.
Sólo puede haber una Banshee de la misma manera que sólo puede haber un Scandal: porque no hay sitio para más placeres culpables. De esos de cerveza, palomitas y risotadas.
Para los que crean que lo han visto todo, en Banshee tienen hasta a un guardaespaldas psicópata eunuco con pajarita y gafas.
¿Es que hay que decir algo más?
¿A qué esperan?
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