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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Así es la vida

No acabo de pillarle el rollo a que el ya estratégicamente dulcificado incendiario Pablo Iglesias le regalara a sus Majestades la serie 'Juego de tronos'

Carlos Boyero

Es muy bonito regalar a la gente que queremos lo que a nosotros nos ha otorgado placer, fascinado, identificado. A lo peor, esos obsequios obedecen en ocasiones a un egoísmo conmovedor, al ansia de amor, a que el descubrimiento ajeno de esa belleza que tanto ha significado para nosotros logre que todavía nos quieran más, que reconozcan los sentimientos, imágenes, palabras, sonidos de los que se alimenta nuestra alma. Por ello, no acabo de pillarle el rollo a que el ya estratégicamente dulcificado incendiario Pablo Iglesias le regalara a sus Majestades la serie Juego de tronos, que tantas horas venturosas le debe de haber proporcionado a su sentido lúdico, sus emociones y sus certidumbres no sobre las miserias y grandezas de la condición humana, sino también sobre las crueldades, dilemas y renuncias que exige la ambición de poder.

De acuerdo, en las épocas remotas de la humanidad, las intrigas, infamias y el exterminio del enemigo formaban las señas de identidad de las realezas y de sus cortesanos. Pero no comprendo el interés del republicano Iglesias por informar a los Reyes de España de los peligros que acechan a su divina condición. No veo yo al cuñado manguis ni a la esposa de este, que encarna la inocencia de los que moran en el limbo, conspirando en plan sangriento para arrebatarles el trono a los fotogénicos Felipe y Letizia. Ni maquiavélicas alianzas entre la reina Isabel de Inglaterra y el rey Salman de Arabia Saudí para acabar a sangre y fuego con los Borbones. Y en cualquier caso, la Guardia de la Noche, al mando de cualquier político ejemplar e incorrompible que presida el Gobierno (¿tal vez el propio Iglesias?) les protegerían contra zombis y monstruos invernales que pretendan invadir el Muro.

Iglesias podría constatar en su realidad el brutal universo de felonías y venganzas que retrata esa ficción que tanto ama. El quemado Monedero (¿qué culpa tienen él y Rosa Díez, tan inteligentes y cultivados ellos, de que su careto y su expresividad caigan fatal a los frívolos votantes?) no renuncia a sus cargos sacrificándose por el futuro del partido de su alma, sino que derrama hiel contra su antiguo, televisivo y pragmático hermano, ese traidor a la revolución y a Galeano, ese publicista de HBO que coquetea con la realeza.

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